Capítulo 7: AVE, ROCA, CALLE

El AVE es un tren decepcionante para los que amábamos los trenes. Una oficina sobre raíles, la sala de espera de una consulta aséptica donde la decoración son vídeos de paisajes que te traspasan a 200 kilómetros por hora. La ridícula y enigmática idea de que 600 kilómetros pueden recorrerse en un viaje de metro.

La niña se sienta delante de mí, abstraída en la lectura de un cuaderno antiguo cubierto de caligrafía redonda e infantil. Es todo lo que puedo averiguar: cuando intento una ojeada, ella lo cierra de golpe y cubre con sus brazos las tapas, que se adivinan viejunas, de aquel cartón azul y uniforme de todos nuestros cuadernos de colegio. Demasiado viejo para ella, en cualquier caso. Incongruente y, por tanto, misterioso.  ¿Qué me esconde la niña? Ni siquiera sé cómo llamarla ahora, casi jefa, casi ayudante. Y casi Charlie, porque quien pagó el encargo de vigilarla no lo ha revocado y se ha convertido en Charlie a su vez, aunque quizá nunca dejó de serlo porque fue clienta cuando el encargo anterior, primigenio, el del marido, tampoco había caducado. O sea, un puto lío.

La niña (Irene es su nombre más sencillo) también tiene un encargo de su padre, que es mi cliente: ser mi sombra. Él lo llama vigilancia, ella colaboración, y yo, tocarme los cojones. 

Ir a Barcelona, después de las últimas revelaciones, era ineludible. Y, según ellos, su compañía también. Porque, no nos olvidemos, yo había hecho un papelón sonrojante y no tenía ley en aquella partida para objetar ni oponer nada. Ellos tenían toda la información y yo, sin embargo, había fallado: había dejado que la señora me diera esquinazo.

Como la niña, para hacerse la interesante, me ignoraba ostensiblemente, me repantingué en el incómodo asiento y leí mis propias notas mentales. Cuando ellos me contaron (a la fuerza ahorcan) los tejemanejes en los que la desaparecida estaba metida hasta el cuello, las piezas de las que yo ya disponía empezaron a encajar, aunque todavía había muchas lagunas. Y por su causa, por culpa de lo que desconocíamos, Julia había desaparecido. 

Repasé los datos. El marido me manda vigilarla porque sabe que ella está haciendo algo ilegal y, además, peligroso. Claro que el muy imbécil no quiere contarme toda la verdad. Gran error: los detectives somos como los médicos. La falta de información puede hacernos fallar en el diagnóstico, pero siempre habrá síntomas que no cuadran. Como ese House, el de la tele, que decía que todos sus pacientes mentían. También los míos. Pero, habitualmente, los maridos callaban sus propias infidelidades, sus canalladas diarias. Este, sin embargo, sentía pudor por los delitos de su esposa, lo que le hacía menos detestable, pero igual de estúpido. Claro que, puestos a reconocer, yo tampoco fui sincero. Me callé la parte en la que me apalearon, me dejaron fuera de juego con la cabeza metida en un saco y sabiendo ya que el caso no era lo que parecía. 

La niña, o sea, Irene, fue la más práctica. No sé si se creyó mi respuesta, otra mentira, cuando me preguntó por qué la estaba siguiendo. “Casualidad e instinto a partes iguales”. Me puse chulito, lo reconozco. La mejor defensa es el ataque. “La vi salir de casa cuando hacía algunas comprobaciones de rutina sobre los movimientos de su madre y… -pausa significativa, que ella acusó- me pareció que usted no estaba en su mejor momento”.

Resultó. No quiso desvelarle al padre sus problemas con el novio pijo y cerró el asunto. “Vamos al grano” – un poquito tensa ella, pero buscando también el ataque, recuperar la iniciativa – “¿Cuándo vio a mi madre por última vez?”

Fui casi sincero: el hotel, sus horarios, la señora desayunando…todo rutinario, nada más que observar. “La señora había vuelto al hotel, estaba trabajando, todo parecía normal.” Intenté apuntarme un tanto. “El día anterior estuvo reunida muchas horas en la oficina de una abogada con la que trabaja en Barcelona, la Sra. Roca, de Roca i Doménech. En la Avda. Gran de Gràcia. Puedo proporcionarle la dirección exacta y las horas si lo desea…”

“Tendremos que empezar por ahí”. El plural, en labios de Irene, me puso los pelos de punta. Empezar qué y quiénes. El padre, pensativo, más pausado, aceptó. “Escuche bien lo que vamos a contarle: tendrá que reinterpretar algunas cosas.”

Bueno, resumiendo: que la señora escondía a mujeres imputadas en juicios.Vamos, que excedía sus funciones de abogada, ayudando a huir de la justicia -y de sus casas-  a algunas de sus clientas cuyos maridos querían hacerlas volver al hogar tras un maltrato, o separarlas de sus hijos. “Eran solo casos desesperados, aquellos que deberían haberse ganado legalmente si los jueces fueran realmente justos”, defendió el marido. Faltaba algo por preguntar. Por qué tenía miedo. Qué temía para haberme enviado a vigilarla. Él se rascó la barbilla, incómodo. “Se supone que yo no debería saberlo, pero escuché algunas conversaciones. Últimamente, estaba sacando del país a chicas musulmanas, amenazadas por los hombres de sus familias. Ya no eran clientas judiciales: simplemente, extendió la Red de Ayuda a mujeres en riesgo. Pero empezó a volverse recelosa: miraba para atrás para ver si la seguían, corría las cortinas del salón por la noche para que no se la adivinara desde la calle, miraba a los dos lados del portal antes de salir… ese tipo de cosas. Creo que temía que la atacaran o que la amenazaran, quizá le había pasado algo o recibió algún aviso, no lo sé. El caso es que, cuando se fue a Barcelona, supe que iba a llevarse a otra chica… y tuve miedo, supongo. Por eso le contraté a usted.” Mala idea, pensé, sobre todo, con la información equivocada.

Así que eso fue lo que hicieron desaparecer del piso de Gran de Gràcia y yo estuve a punto de descubrir: una mujer escondida. Barcelona era la etapa antes del salto, de sacarla del país. Entendí la necesidad de quitarme de enmedio: era un testigo y, por si fuera poco, parecía perseguirlas. Julia comprendió en seguida, sin embargo, que yo no sabía nada. Debió temer que me hubiera enviado algún marido, que yo estuviera trabajando para la parte contraria. Por eso se sorprendió tanto cuando el marido contratante resultó ser el suyo. Y se sintió aliviada, por supuesto. Solo le quedaba deshacerse del pelele, o sea, de mí. Por pura precaución. ¿Sería Julia consciente de la preocupación de su marido? ¿O llegó a temer por que su implicación le complicara la vida a su familia? Pero él no sabía nada más sobre el funcionamiento de la organización, de la “red de ayuda”, como la llamaba. Al menos, eso me aseguraron ambos, él y la niña. Así que nuestro único hilo volvía a ser la abogada Roca. Me fastidiaba reconocerlo pero, como había dicho Irene, habría que empezar por ahí. 

El portal de Gran de Gràcia, de infausta memoria para mí, seguía desierto en aquella mañana de sábado. No las tenía yo todas conmigo en que fuéramos a encontrar a nadie en un despacho en pleno fin de semana, pero Irene, desde las revelaciones del día anterior, no había querido perder ni un minuto. “No puedo quedarme esperando mientras mamá puede estar en peligro”. Subimos en el ascensor. La colonia fresca de Irene se mezclaba con otras que vivían en mi memoria desde la última vez que estuve en ese edificio. La placa seguía en la puerta: Roca i Doménech. Advocats. No sé por qué, pero esperaba que ya no estuviera. Quizá lo temía. Si lo hubieran hecho desaparecer todo, no hubiéramos tenido de dónde tirar.

Pulsamos el viejo timbre y, casi inmediatamente, la puerta se abrió con un chasquido. Ya sé que es habitual abrir así, a distancia, en muchos despachos donde se recibe gente, y sin embargo me resultó inquietante, como una premonición de un enemigo invisible que nos atrajera hacia una trampa.

Al otro lado de la puerta, solo lo previsible: un hall con mostrador de recepción y unos viejos sillones de skay en la sala de espera. Grandes plantas de plástico en las esquinas, láminas anodinas en las paredes y pocos detalles más antes de que una voz imperiosa nos gritara “Adelante. Última puerta a la derecha”. Cautelosamente, nos adentramos por el pasillo en penumbra. Hubiera esperado un gesto de temor en mi bisoña acompañante, pero su ceño fruncido obedecía más bien a una férrea determinación.

Antes de empujar la puerta, mi olfato ya sabía que, tras la mesa del despacho, encontraría a la señora Roca y su aroma a demasiado DKNY. “Adelante, les estaba esperando”. Noté cierta sonrisilla de suficiencia, que me golpeó en la boca del estómago. ¿Estábamos pensando los dos en el último momento en que coincidimos? Porque, entonces, yo tenía la cabeza dentro de un saco y ella estaba demasiado cerca. Como ahora. Tan cerca que pude ver asomar los nervios tras la tensa sonrisa. “Sabía que vendrían. Tú eres Irene, ¿verdad? Tu madre habla a todas horas de ti. Y usted…” Mueca ininterpretable. “…el detective. Si está aquí es porque sigue trabajando para su marido, a pesar de su acuerdo con Julia, ¿no es así?”

Evidentemente, la abogada disponía de bastante información. No necesité mirar a Irene para percibir su indignación sorprendida. “¿Acuerdo? ¿Qué acuerdo?”

Mantuve la mirada en la Roca. Debía ser intensa, porque juraría que su rictus temblaba un poco aunque mantuviera la sonrisa. Si por mí fuera, hubiera derretido con ella cada una de sus ondas y mechas de peluquería carísima hasta dejarla abrasada como un tótem de madera quemada.  Tuvo que entender la advertencia, porque solo desveló lo justo: “Aceptó dinero por dejar de seguirla”.

Ahora sí me volví a Irene: “No es exacto. El pago fue, en realidad, para decirle quién me había enviado.” Gracias a Dios, a la chica le cuadró el dato. “Por eso mamá sabía que papá le había enviado…” musitó “…pero no creía que papá estuviera celoso. Era absolutamente consciente de lo que estaba pasando, de su preocupación. Y, aún así…” balanceó la cabeza en un gesto de enfado que yo empezaba a reconocer “…siguió adelante, me dijo que ya lo arreglaría, que todo podía esperar a su vuelta. No quiso hablar con papá, ni conmigo, aunque sabía que estábamos sufriendo.”

No me gustó que dramatizara. O puede que, a esas alturas, yo simpatizara ya con Julia mucho más de lo que creía, así que me sentí obligado a defenderla. “Intentaba protegeros, no haceros sufrir.” Irene se encabritó. “¿A nosotros? ¡Qué va! Intentaba proteger a sus clientes, a sus defendidas, a esas otras chicas o mujeres o lo que sean. Siempre se implica con los de fuera, no con nosotros. NOSOTROS LE IMPORTAMOS UNA MIERDA, ¿te enteras?” 

Su estallido de cólera, esa marea roja que le había ido subiendo del corazón a la boca, me dejó sin respuesta. Porque así, en un instante, todas sus máscaras defensivas habían caído e incluso un torpe emocional como yo mismo podía darse cuenta de su fragilidad. ¿Cómo contestar a esa niña que se sentía abandonada y herida y, a la vez, estaba muerta de miedo por la desaparición de la madre? Para mi sorpresa, fue la Roca la que lo resolvió. Cogió una de las temblorosas manos de Irene por encima de la mesa llena de papeles y, mirándola con lo que parecía ternura auténtica, le habló con una voz que yo no imaginaba en su aspecto autoritario.

– Entiendo que te sientas así, Irene. Mi pareja dice lo mismo de vez en cuando. Pero él – me señaló levemente con la cabeza – tiene razón: solo intentaba protegeros. Tu madre os quiere por encima de todas las cosas, créeme, sois el centro de su vida. Se siente inmensamente afortunada de teneros. Pero quizá precisamente por eso, por agradecimiento, necesita ayudar a las que no tienen tanta suerte, darles una posibilidad de tener otra vida. A veces son casi niñas, Irene, y yo sé que cuando las mira está pensando en ti. 

Eso último cuadraba bastante con que me hubiera hecho vigilar a su novio, pensé. Aunque seguía sin parecerme la mejor manera. Irene permanecía muda, como en trance, pero yo creo que la Roca había conseguido llegarla, que una veta de consuelo la alcanzara. Continuó suavemente.

– Sé que tienes miedo y que estás enfadada, porque hubieras preferido que tu madre su guardara para vosotros, que no se pusiera en riesgo, y ahora estáis sufriendo por ello. Pero tienes que quererla como es, Irene. Julia no sería ella si no viviera conforme a sus principios. 

La chica bajó los párpados sobre sus ojos húmedos. Su delicado cuello, al agachar la cabeza, registró un leve temblor, pero luego se irguió y retiró la mano que la Roca aún tenía sujeta.

– Necesitamos saber exactamente lo que está pasando, ya no hay nada que proteger. Nunca antes había estado tantos días sin ponerse en contacto con nosotros. O usted sabe algo que nosotros ignoramos, o puede que mi madre esté en peligro. Sáquenos de dudas.

Había cierta dureza en su tono, pero a mí me gustó que recuperara el control y la iniciativa y la otra lo encajó deportivamente.

– No me trates de usted, puedes llamarme Paula. Desgraciadamente, yo no puedo darte muchos datos. Me he distanciado de los aspectos más…operativos…de la Red en los últimos tiempos. El funcionamiento es bastante estanco: no todos tenemos toda la información de todos los casos, es una estrategia básica para restringir su circulación.

Me miró y asentí con la cabeza. De profesional a profesional. Pero ella estuvo presente el día que yo interferí en la operación. Ambos lo sabíamos, así que concedió.

– Excepto un día, en el que hubo una … digamos, emergencia, en este mismo edificio… – me miró de soslayo con cierta sorna – lo cierto es que yo no he estado en contacto con este caso. Pero mi socia, Núria Doménech, está de camino. La he avisado en cuanto habéis llamado a la puerta, porque ella es la persona que os contará todo lo que queréis saber.

– ¿Sin lagunas ni mentiras? – atacó Irene.

Me sorprendió su rapidez. Yo estaba pensando lo mismo.

– Verdades en todo caso. Los límites de la información… – se encogió un poco de hombros- no los pongo yo, sino Nuria, que es el enlace responsable. Tiene la obligación de proteger a otra gente, colaboradores, amigos que ayudan…supongo que lo entenderéis. Pero os contará todo lo que necesitéis saber sobre la situación de Julia, te lo prometo. – intentó suavizar la conversación. – Mientras tanto, hablemos de otras cosas. ¿Tenéis dónde quedaros en Barcelona?

– No creo que estemos mucho – masculló Irene, a la defensiva. – Mamá no debe estar ya aquí, ¿verdad?, así que seguiremos sus huellas. – La Roca y yo nos miramos alarmados. Irene exhibía el propósito de comenzar una persecución incierta. Ella se inclinó sobre la mesa e interrogó a la abogada:

– ¿Cómo llegó mi madre a meterse en todo esto? Yo llevo escuchando tu nombre desde hace años, cada vez que mamá venía a Barcelona. ¿Eso sí puedes contárnoslo?

La Roca entornó un poco los ojos y juntó las yemas de los dedos, escrutando valorativamente a su joven interlocutora. Suspiró y se reclinó en su sillón.

– Supongo que, para que lo entiendas, tendría que empezar por el primer caso con la jueza Calle…


– Creo que no me está entendiendo, letrada.

Cualquiera que conociera un poco a la jueza Calle habría percibido la amenaza velada en ese exabrupto impaciente. Y cualquiera que no la conociera, también. El argumento de la abogada se interrumpió como tajado por un hacha.

– Por supuesto, comprendo su objeción, señoría. Pero… – continuó Julia, la mandíbula tensa, sostenida por una invisible brida – intentamos demostrar que es posible aportar otra interpretación a la conducta de la mujer que…

– ¡Déjese de interpretaciones, abogada!- su cólera, al contrario que la de su oponente, no presentaba ninguna contención – Los hechos, ¡los hechos, letrada!, son que su defendida abandonó el hogar familiar, dejando a sus hijos sin…

– ¡Tras una paliza! ¡Tuvo que huir en defensa propia!

– ¡De la que no quedó constancia!

– ¡Pero si estaba llena de golpes y señales, señoría! El informe médico…

– ¡El informe médico es de un mes después del abandono! – su tono había subido hasta casi el aullido – Si usted mostrara un mínimo de conocimiento jurídico sabría que no se ha demostrado dolo, ni relación de causa entre ambos hechos…

– ¡Pero las trabajadoras sociales del piso de acogida…

– …solo refieren lo que ella les contó! ¡Y BASTA! ¡Si sigue usted porfiando en desafiar a esta sala sin respeto a ninguna doctrina jurídica, la acusaré de desacato! ¡Póngame a prueba, abogada!

Julia quedó un momento en suspenso. Su alta figura desprendía un temblor de alto voltaje, como un cable de alta tensión que la estuviera electrificando por dentro. Desde mi asiento podía percibir sus ojos húmedos. El abogado de la parte contraria debió creer que estaba cerca del llanto, porque escondió una sonrisa sarcástica, con cierto tufo de suficiencia. La jueza esbozó un gesto de disgusto. Pero yo sé que Julia solo llora cuando está muy, muy cabreada. Las lágrimas de la impotencia y de la rabia. Se sentó junto a su defendida, dando la espalda a la jueza al retirarse, sin dignarse a contestarla. Por la mirada que la fulminó desde el estrado, supe que se había ganado una enemiga para siempre. Lo que no comprendí entonces era que el odio era recíproco: Julia nunca perdonaría la soberbia de la jueza Rosario Calle.

Paula Roca nos contó esta historia con la vista perdida, como si soltara un secreto antiguo del que quería desprenderse hace tiempo. Yo, lo reconozco, estuve torpe. No veía tanta trascendencia en un rifirrafe antiguo con una jueza borde e injusta, o sea, como todos. Pero Irene fue más rápida: 

– Entonces…por eso empezó todo…todas esas mujeres…¿eran casos de la jueza Calle?

La Roca le lanzó algo parecido a una palmadita en la espalda.

– Las dos o tres primeras, sí. Julia no soportaba la idea de volver a ir a juicio con ella: la humillación, la suficiencia burlona de la jueza, la sacaba de quicio. Se justificaba diciendo que no podía permitir que una déspota con deseos autoritarios se vengara de ella en las carnes de sus clientas. – suspiró. – Se volvía literalmente loca de ira. La sola mención de Charo Calle, el que nos la asignaran a algún caso, suponía días de alcohol y malos modos. Y, por supuesto, maquinaba febrilmente para sacar a las mujeres del procedimiento. “Ponerlas a salvo”, decía. – bebió un trago de agua y volvió a dejar la mirada perdida un rato, como si las estuviera viendo en algún lugar lejano. – La primera fue aquella ecuatoriana, Nansy, con ese. El día que vino al despacho todavía tenía un ojo morado y costras en los labios. Nos la trajo Natalia, la de las “claras”: ella, por supuesto, no había denunciado.

Debí poner cara de haba. Irene me aclaró: 

– Las mujeres de la asociación Clara Campoamor. Tienen un piso de acogida en Manresa.– Roca asintió y yo me sentí un poco molesto: hasta aquella niñata hablaba la jerga de las feministas progres, que, evidentemente, yo ignoraba.

– El marido era un agricultor del Llobregat: un bruto que la quería como trabajadora full-time, para todo tipo de tareas…- continuó con una mueca de asco: sin el gesto quizá me hubiera sido difícil captar la elegante alusión sexual. Qué dominio del lenguaje, pensé. – …pero, al menos, no había hijos que usar como rehenes, así que Julia lo vio fácil. Un par de llamadas a una organización belga y… – miró a Irene – tú no necesitas que te explique cómo salir de España andando, por la montaña.

Mi mente recordó un apartamento de esquí en los Pirineos que el marido había mencionado en algún momento. Todo encajaba. Eran una familia de senderistas, parecía ser. Muy conveniente.

– Tu madre tiene amigos: no era tan difícil que alguien la recogiera en coche en Francia. En unas horas de carretera, acogida en una granja cerca de Malinas…y una nueva vida. – bebió y se mojó los labios con la lengua – Un primer éxito, así, tan fácil, siempre anima mucho, sabes. Además, no hubo consecuencias…inmediatas. Pero cuando desapareció Lily Menchenique, la jueza mandó a la policía judicial con una orden de registro del despacho. Será déspota, pero no es tonta: sabe sumar dos y dos.

– Así que todo se volvió más difícil para mamá – musitó Irene – pero, por supuesto, no lo dejó…

La Roca negó enérgicamente con la cabeza y volvió a servirse agua en el vaso vacío. Parecía que hubiera estado deseando aquella confesión media vida: ahora que había empezado, ya no pararía hasta desprenderse de todo, del oscuro peso de la que se ha callado largamente. Yo había asistido a ese proceso muchas veces; en el fondo, las normas, el infierno y toda nuestra educación conspiran para que la culpa sea nuestro mayor castigo.

– Claro que no. La jueza solo consiguió  retarla, enardecerla. Pasó de atender unos pocos casos, prudentemente camuflados entre los otros del bufete, a dedicarse a la causa en cuerpo y alma. Charo Calle hizo de tu madre una auténtica militante.

– Posiblemente la rabia siempre estuvo ahí – reflexionó Irene. – Mamá solo necesitaba una estrategia, un bando, una guerrilla en la que enrolarse. 

Yo también me serví un vaso de agua. La rabia de Julia, la frustración y la impotencia de aquellas mujeres, que no acababa de entender pero que empezaba a intuir como una ola roja – molaría más decir morada, pero la ira siempre se me ha presentado a borbotones rojos como la sangre, como la había visto emerger de la propia Irene un rato antes – me revolvían el estómago. Atragantado de una culpa propia y ajena a un tiempo. ¿Quizá porque pertenezco al heteropatriarcado dominante? ¡No me hagan reír! No hay nadie más lastimoso, más lejano del empoderamiento que este hombre patético en el que me encarno desde hace tiempo. De acuerdo, me río como uno de ellos. Mi mirada acosa sus escotes y sus culos prietos dentro de los vaqueros. Mi boca pronuncia esas palabras – jaca, zorra, domingas, pibonazo, chochete, pechugona – las lanza como una cerbatana que ignora sus dardos, continuamente, como esas máquinas lanzabolas de las películas mientras ellas intentan alejarlas, batearlas lejos, quitárselas de encima, las palabras, las manos, las risitas, las babas, las miradas lascivas y ofensivas de los machos cómplices que hemos perdido todo nuestro empoderamiento y solo nos queda humillarlas para no ser el último, el animal más bajo de la cadena predadora. Ellas, -jacas, zorras, chochetes- la última categoría por debajo de nosotros, los parias, los más bajos, los desposeídos del triunfo, de la polla dura del poder y de la viagra del dinero. Qué tendríamos debajo sin ellas. Cómo aguantar la última de las humillaciones: que ellas, las que nos pertenecen, nos desobedezcan. Nos señalen, nos coronen con vistosas cornamentas, dejen a la intemperie lo único a lo que ya no podemos renunciar: la hombría. Joder, no me malinterpreten: yo no soy así. Pero lo entiendo. El heteropatriarcado, hoy en día, no somos más que pobres hombres. Quizá por eso la pelea de faldas entre la jueza y la abogada me abate hasta el infinito: ya ni siquiera nos necesitan como blanco, la lucha de poder es entre ellas y la fuerza viril no tiene por qué residir en la entrepierna. Los bancos de esperma y la clonación son las armas que terminarán con nuestro papel en un mundo que no nos necesita: el del homomatriarcado, el futuro de las poderosas empoderadas. Ay, madre, ya he vuelto a enfocarlo mal. De acuerdo, desbarro. Dos partes de frustración y otra, amarga, de ironía. Discúlpenme. El cromosoma Y, aunque yo quiera ser empático, siempre me traiciona.

Un comentario en “Capítulo 7: AVE, ROCA, CALLE

Deja un comentario