Capítulo 8: Palabras en la sangre

En realidad, nada de lo que Paula Roca o Nùria Domènech pudieran contarme conseguiría sorprenderme. Todo estaba allí, había estado delante de mis ojos desde siempre. Perdona, mamá. ¿Cómo es posible que no pudiera verte? Las mujeres están ocultas de la vista de sus hijas, escondidas tras La Madre. Había hecho falta verte fuera de ti misma, ver la niña, la adolescente que yo no conocí, que no puede ser mi madre, ninguna Madre, en realidad, para entender a la mujer que eres. ¡Si Lola me hubiera dado el cuaderno antes! Me parece que oigo tu voz: llegó cuando tenía que llegar. Claro. Antes, no me hubiera interesado. Incluso aquella tarde, hace una semana, – ¿solo una semana? – cuando Lola me pidió que lo leyera, la idea solo me producía desagrado. La puerta para poder entenderte y encontrarte se abrió, pues, cuando te estaba buscando. Si no, no hubiera sido capaz de hallar nada.

Cuando La Roca estaba hablando de tu furia, de tu impotencia ante la injusticia, yo ya conocía tu rabia, tus labios apretados, la forma exacta en la que tus cejas se levantan sobre tu mirada encendida. Cuando esas emociones aparecen en tus escritos, tu letra enloquece y se llena de ángulos y picos, abandona la redondez adolescente de las vocales. Los párrafos se llenan de exclamaciones, de subrayados hundidos en el papel hasta casi rasgarlo con su vehemencia, de tildes como flechas. 

¡Qué enfadada estoy hoy, Querida Amiga! ¡Qué tortazo le daría al imbécil de Dani! ¡Ojalá alguien le trate exactamente como se merece! ¡No! Que alguien le trate ni más ni menos como él trata a XXXXXXXXXXX!

¿Quién podría haber tras el nombre tachado? El borrón, trabajado a conciencia, era un conjunto de cruces y rayas de boli negro que impedía totalmente identificar las letras. ¿Por qué mamá lo encubriría? En el diario se hablaba de sus amigas y compañeras, de sus familiares, de las monjas y profesoras, de los chicos que conocían… y hasta de sus adversarias en los equipos de baloncesto del barrio. Y ninguno de esos nombres, tan ajenos y desconocidos para mí, estaba tachado. Opciones: o bien mamá no quería que Lola lo identificara (aunque todas las otras historias descubrían a sus protagonistas)… o era la propia Lola la que no quería que YO lo reconociera. Lo cual era una idea intrigante, pues yo conocía de sobra a todas ellas y todas aparecían -y mucho- en otros lugares del cuaderno. 

De hecho, uno de los efectos más sorprendentes en mí de esas historias antiguas se producía al intentar superponer a los rostros que yo conocía los rasgos que debían tener en sus tiempos escolares. Por lo que decía el cuaderno, Marisa solía llevar dos coletas – inimaginables – en lugar de su cuidada media melena con mechas. Isabel había destilado una imagen de pantalones del rastro y pañuelos palestinos hasta el estilo de marca Desigual, desenfadado pero chic, que yo le conocía ahora. Amalia siempre fue una pija, aunque entonces, cuando esa palabra hizo su irrupción, los pijos de Carabanchel estaban, según mamá “uniformados en abrigos Loden, zapatos Castellano y polos de Lacoste”. Quitando esto último, que permanece, el resto tuve que buscarlo en Internet. Resulta que los abrigos Loden de los 70 eran una especie de sacos de lana verde, tipo los Burberrys actuales, con los botones redondos. Ahora parecen abrigos de viejo: no entiendo como una chica que pretendiera destacar podía ir al colegio con eso. En cuanto a los zapatos Castellano… uff, eso sigue existiendo, aunque muy juvenil… no es. Esos mocasines finos, de piel buena y brillante, un poco duros, con sus borlitas colgando. De hecho, creo que Roberto tiene algunos de ese tipo, que usa con americana y vaqueros. Pero ni por asomo se le ocurriría llevarlos a la Uni…y, desde luego, no conozco a ninguna chica que vaya a clase calzada de esa guisa. Imaginarme a Amalia con esos complementos sobre el uniforme del cole daba bastante risa. 

En cuanto a Lola… no pude encontrar una descripción suya, pero mamá hablaba siempre con admiración de sus atrevidas y desenfadadas elecciones. “….para aquella excursión, Beatriz y ella venían vestidas iguales, con vaqueros gastados y camisetas de grandes rayas blancas y rojas horizontales, y unas gafas de sol redonditas, tipo John Lennon, absolutamente idénticas. Así que yo me moría de celos mientras Bea se reía de mis viejos vaqueros – parecen de tu madre – que mi abuela me había adaptado del armario de mamá, qué lista la muy asquerosa, y me reconcomía la rabia porque Lola se reía con ella y me dejaba fuera de todo, como si no fuerámos las mejores amigas, casi hermanas…”  En otro sitio, mamá hablaba de que Lola le había prestado, para las fiestas de su pueblo, “…un pantalón corto súper guay de peto, de color verde fosforito, que yo no me hubiera atrevido a comprarme nunca, porque mi madre solo me había metido en la maleta vestidos con volantes y lazos.”

Lola, siempre original y única. Pude sentir cómo mamá, que debía ser más bien formal y empollona, la admiraba en cada línea. Pero, aunque basándome en sus rasgos del presente podía imaginar los estilos de todas en el pasado, me costaba mucho imaginar sus caras, sus voces, esas frases adolescentes en sus bocas que, para mí, eran labios pintados a los que se llevaban copas y cigarrillos, ya adultas. ¿Cómo imaginarlas sin arrugas, dando volteretas en las barras del patio del recreo, sujetándose la falda con una mano para saltar al potro sobre una compañera o tirarse por el tobogán? Todos estos escenarios que salpicaban el cuaderno me convertían en una mirona del pasado, una voyeur de sombras, y retaban a mi imaginación a transformar sus cuerpos, sus risas y sus caras, rejuveneciéndolos como uno de esos modernos programas digitales que avanzan la edad sobre una foto, pero al contrario.

Sin embargo, sus frases, ideas y personalidades resultaban mucho más fáciles de rastrear, como si el núcleo del carácter y la identidad fuera mucho menos voluble, más predecible que los cambios corporales. En sus actitudes y opiniones, que podían irse reuniendo en los retazos de las anécdotas y los sucesos nimios de cada día, encontraba ya el germen de los caracteres que yo reconocía, que emanaban de sus charlas cuando las veía por mi casa.

Esas conversaciones de mamá y sus amigas. Escuchadas a retazos, cuando ellas venían a tomar café y yo estaba haciendo los deberes en la cocina. “Pues yo estoy mucho mejor ahora. ¿Quién quiere un hombre pudiendo tener cualquiera, solo para el rato que lo quieres, y echarle después?” Risas. “Un rato bastante corto, además”. Más risas. “Sobre todo con Jose Luis: lo llamamos Don Limpio, porque con él hay muy poco polvo.” Carcajadas. “¡Y porque es como el calvo del anuncio!” Muchas más carcajadas. “¡Chicas, que está aquí la niña, por favor!” “¡Que se vaya enterando!” Esta era Lola, claro. “Irenita, cariño, tú nunca pongas tu vida en función de un hombre, ¿vale? Tu vida siempre por delante” Y mamá, entre avergonzada y molesta. “No le digas esas cosas a la niña, por favor. Que a su padre no hay nada que reprocharle. Anda, hija, vete a tu cuarto a hacer los deberes.” Y, mientras yo guardaba los rotuladores en el estuche, aún escuchaba murmurar a Lola. “Porque tú consientes lo que no deberías.” “No empieces, Lola, cada una sabe lo que hace en su casa.”

Y esas escenas, que con razones parecidas y otros motivos de risas sucedían muchas veces, encajaban a la perfección con esas otras antiguas, inmortalizadas para mí en el diario, y creaban un increíble continuum, una curiosa cinta de Moëbius donde sus personalidades se desenrollaban sin quiebre, en una infinita coherencia que jamás hubiera imaginado solo con mis recuerdos.

Solo una vez, siendo mucho más mayor, fui admitida a una de sus meriendas. Mamá estaba con uno de sus ataques de lumbalgia y, a la vez, en el fragor de un juicio. Por supuesto, no aceptaba ser sustituida por otra persona del bufete. “No necesito la espalda para defender a mi cliente” le decía a su socio principal “y la cabeza la tengo estupendamente”. Así que Amalia se ofreció a llevarle una silla de ruedas que guardaba entre las cosas de su madre. “Así no estarás de pie durante los trámites. Tú ocúpate solo de que alguien la empuje”. Por supuesto, vinieron todas a hacer la entrega, las cuatro habituales: Lola, Marisa, Amalia, Isabel. Con mi madre instalada en el sillón, rodeada de todos los dulces que habían traído, parecían una reunión del Club de los Cinco. Papá estaba fuera, impartiendo unos cursos de verano de alguna universidad. Como esos días yo era la asistente de mi dolorida madre, me dejaron quedarme. 

Como siempre, empezaron por las bromas de rigor.

“Vamos, cuéntanos lo del bombero. ¿Qué tal estuvo?¿Cómo maneja la manguera?” 

“¿Otra vez le dio la hernia a Jose Luis todas las tardes del Tour de Francia?” 

“No sé para qué vais al Cantábrico: Felipe hace aspavientos cuando mete el pie en el agua fría. Es una nenaza.” 

Aquí Lola, sonriendo todavía, paraba las risas de las otras. 

“Ya estamos con las expresiones sexistas: será un nenazo. Vamos a dejarnos de etiquetas del heteropatriarcado, ¿eh? Que, al final, las que perpetuamos los micromachismos somos nosotras.” 

“Venga, Lola, vaya mariconada”, la provocaba Marisa. “Que solo es una manera de hablar…” “¡Pero el lenguaje lo es todo! La manera de nombrar las cosas las hace existir, ya lo sabes!” 

Impulsivamente, me puse del lado de Lola. 

“Tiene razón. Pero es un problema de vuestra generación, en la nuestra la palabra mariconada es inaceptable. Estamos educados con una mayor sensibilidad LGTBI.” 

Abrí la caja de los truenos, claro. Empezó mamá, quizá porque le pareció que esa réplica albergaba mucha brusquedad contra Marisa. 

“Irene, no compares cosas: son diferentes contextos, vosotros le dais a las cosas sentidos distintos de los nuestros.” 

“A ver, Irenita, que nosotras no somos sospechosas de ser homófobas, ¿eh?”, se ofendía Marisa. 

“¡Pues anda que no os pasáis ahora de puristas! ¡Si estáis llenos de etiquetas! Cisgénero, pansexual, asexual, género fluido…”, enumeraba Isabel, con aire de entendida. “Lo que se llama rizar el rizo, vaya, un exceso de sensibilidad LGTBI, eso es lo que es: cogérselas con papel de fumar.” 

“¡A ver, que yo no os estoy acusando de nada! Solo digo que en nuestra generación ya han cambiado muchas cosas y…”

“¡Ya, ya, ya! Que nosotras no tuvimos Twitter para inventarnos el Me too, y los actos de valentía y de ruptura eran individuales y con nombre y apellidos, no escondidos detrás de un nick. Y te costaban el empleo, o una expulsión, o que te dieran la espalda en todos los círculos por marimacho o por fresca. Si tu generación ahora lo tiene más fácil, es precisamente gracias a nosotras. Así que no necesitamos lecciones.”

“Anda, cálmate Marisa, que siempre haces lo mismo: primero provocas y luego sentencias. Y la niña no tiene la culpa…”

Amalia, siempre más formal y contenida, acudía en mi ayuda. Mi madre, tras una mirada agradecida, intentó rebajar el tono de la discusión con una de sus peroratas doctorales.

“No se pueden sacar las cosas de contexto. El nuestro era distinto. Hemos sido niñas de la transición, a caballo entre los coletazos del franquismo, con todo su tufillo católico y retrógrado, y la apertura a las libertades que nos tocó conquistar en nuestra juventud. No teníamos Internet… “ – le salió un tonillo nostálgico, algo teatral – “pero teníamos el clima de hambre de libertad, las asociaciones, la bandera de la pluralidad escondida durante cuarenta años pidiendo cambios… fue un época especial, la que nos tocó vivir. Bien distinta de la tuya, Irene.” – sentenció. – “No se pueden mezclar churras con merinas, así que vamos a dejarlo.”

“Ni sumar peras con manzanas” – rio Lola. – “Pero tiene razón Irene: no sé qué ha quedado en nosotras de aquellas luchadoras.” – me pareció que miraba a mamá de soslayo, como si acabara de captar algo. – “Vamos a merendar, anda.”

Eras más clara en los cuadernos, mamá. Había en ti una indignación, una fuerza militante que siempre me has escondido. ¿Por no ofender a papá? O quizá, ahora lo veo, porque ocultabas tu actividad ilegal y no querías llamar nuestra atención. Como un espía que disfraza su identidad en un rol anodino. Como un delincuente que quiere hacerse pasar por alguien gris y respetable. ¿Se dio cuenta Lola en aquella merienda de que no querías mostrar esa faceta tuya delante de mí? ¿Fue entonces Lola quien tachó aquel nombre del cuaderno antes de dármelo? Para que no pudiera relacionarlo con tus actividades, con la defensa de las mujeres abusadas. Pero… ¿por qué era tan importante ese nombre?

La entrada de la Domènech interrumpió mis reflexiones. Era una mujer alta, seca, de facciones duras, completadas con una voz firme y un discurso tajante. “Les diré lo que quieren saber y contestaré a sus preguntas hasta donde pueda. Pero antes, usted” – miró fijamente al detective – “va a firmarme esto.” Le extendió dos hojas de papel impreso y un bolígrafo. No fue una petición, sino una orden. “Es un acuerdo de confidencialidad”, aclaró bruscamente, como si fuera algo innecesario decirlo. “¿Y la niña no?” Ironizó él. “Si son más charlatanas las chicas…” Definitivamente, este es el tío más torpe que conozco. Y se le acaba de ocurrir el comentario más inapropiado, en el contexto más hostil. Le miré de soslayo: no era torpeza, comprendí. La Doménech había conseguido cabrearlo. Desde el minuto cero coma. Y esa era su forma de demostrarlo.

Ella también lo había entendido, pero su sonrisa fue de cierto triunfo, como si hubiera buscado dejarlo en evidencia. “No, ella no. Usted va a firmarlo, precisamente, porque no puede negarle a ella el acceso a la información. Así que estas son las condiciones. ¿De acuerdo?”

Se sostuvieron la mirada un momento. Por toda respuesta, se escuchó el rasgueo brusco del boli sobre las páginas. A pesar de la enorme tensión, me sentí muy cansada: iba a tocarme, una vez más, ejercer de intermediaria.

La historia que nos contó Nuria Domènech prescindía totalmente de las adjetivos y las descripciones. Solo datos y narración descarnada. Una operación (ese fue el nombre que le dio al conjunto de acciones encaminadas a sacar del país a una mujer totalmente anónima) como tantas otras: una mañana temprano, la mujer sale del domicilio familiar hacia el trabajo, pero nunca llega. Manda a su jefe un mail con una baja médica de tres días por enfermedad. Luego llega en taxi a un piso de una colaboradora, en el que recoge una maleta que ha mandado por otro camino hace unos días, un billete de AVE y un papel con una dirección de Barcelona que debe memorizar (esta en la que estamos, la del bufete de Avda. De Gracia). Allí tenía que recogerla mi madre en un coche, alquilado a nombre de un irlandés sin ninguna relación con el despacho, la misma tarde en que el detective la siguió, para hacer un desplazamiento nocturno hasta nuestro apartamento de los Pirineos, con la idea de llegar a altas horas de la noche y acceder por el garaje sin que nadie apreciara el coche aparcado, cosa que no resultaría muy llamativa, porque mis padres prestan a la plaza a algunos de sus conocidos del valle cuando nosotros no estamos. “Aquí”, la voz de la abogada se tensó un poco, “hubo que alterar algo el horario para que tu madre pudiera ocuparse del imprevisto…”miró con dureza al detective, “así que sacamos de aquí el envío”, mueca: nos quedó claro que así llamaban a las mujeres que trasladaban, envíos, “y Paula la llevó a una torre que tiene en las afueras de Barcelona, donde tu madre la recogió la noche siguiente para continuar con el proceso”. La aludida, que había permanecido callada y en segundo plano durante todo el tiempo, asintió brevemente. Recordé que así llaman en Cataluña a esas casas de campo altas y cuadradas, torres. Mamá siempre hablaba de la que una tía suya tenía en Esparraguera, a la que se acercaba cuando podía durante esos viajes de trabajo a Barcelona para rendir visita a los parientes de su madre. ¿O era una invención? Tuve un presentimiento. “En Esparraguera, ¿verdad?” La Roca bajó los ojos. “Eso da igual” , aseveró la Doménech. “Las dos salieron de allí la noche siguiente y el coche llegó sin dificultades a vuestro garaje, de donde hemos tenido que recuperarlo hace unos días.” Con fastidio, se vio obligada a explicarse. “Era de alquiler y había que devolverlo. Aparte de buscar a Julia, era necesario ir borrando rastros”

Ya empezábamos a intuir los derroteros por los que nos llevaba el caso. Algunas dudas comenzaban a aclararse. La torre de Esparraguera era el chalet de campo que la Roca prestaba a la organización, el sitio donde mamá dormía cuando no estaba en el hotel. Allí acudió aquel domingo en el que había desayunado con el detective. Partió de la torre  aquella noche, rumbo a nuestra casa del Pirineo. En su garaje dejó el coche y el lunes, tras asegurarle a mi padre que volvería a Madrid al día siguiente, salió de allí con “el envío”. Era posible. Saliendo temprano, mamá podía alcanzar Francia caminando unas cuatro horas, otras tantas para volver, recuperar el coche ya oscurecido y regresar a Barcelona a dormir en su hotel, aunque fuera bastante tarde. Durmiendo unas horas, tenía tiempo para hacer el check out y coger un AVE sin ninguna prisa. El detective, mientras tanto, volvió a Madrid y deambuló por mi barrio, por alguna razón que todavía no ha explicado satisfactoriamente.

“¿Nadie volvió a verlas desde que partieron de Esparraguera?” Le pregunté a la socia de mi madre. “No.” Sonaba algo irritada, quizá por la mención del escondite, puesto que yo no había revelado cómo conocía el emplazamiento. “Allí se pierden todas las pistas. Nadie las ha visto después.” Se recolocó un mechón de pelo de su corto flequillo, impecablemente cortado. Fue su único gesto de cierto nerviosismo. “Intentamos contactar con ella cuando el corresponsal francés nos avisó de que no habían llegado a la entrega. No hubo respuesta pero, como tú bien sabes, en esa parte de la montaña la cobertura es inexistente, así que decidimos esperar, por si la excursión se había demorado un poco.” Se encogió levemente de hombros. “A veces pasa. La ruta es dura para quien no está acostumbrado a caminar por la montaña…” Eso es cierto, yo lo sé bien. Hay que remontar un puerto, antiguo paso de partisanos y contrabandistas, con más de seiscientos metros de desnivel. El camino es sencillo, pero exigente si no estás en forma. “¿Y el … eh, envío,… no lo estaba?” La pregunta del detective no fue bien acogida. “No.”

Continuación brusca, para evitar más interrupciones o para no dar más datos sobre la mujer transportada. “Reprogramamos la recogida en el lado francés: es lo que hacemos en esos casos. Se vuelve al punto de encuentro cada dos horas. Eso es lo que Julia sabía que haríamos.”

“¿Pero tampoco llegaron después, verdad?” Insistió en lo obvio. Por incordiar, creo. “Evidentemente no”, le espetó la abogada, irritada. Él apretó, sin dejar resquicio. “¿Qué hicieron ustedes para encontrarlas?” La mano volvió al flequillo. Me pareció que esta vez estaba más nerviosa. Yo también. “Le pedimos al contacto francés que subiera el puerto, con alguien más, y las buscara…” “¿NADA MÁS?” salté yo. “Si tuvieron un accidente de montaña, habría que haber avisado al GREIM y a la Gendarmerie para empezar la búsqueda.”  Ahora me clavó los ojos a mí: “¡Claro, en eso estábamos pensando! ¡La Guardia Civil! ¡La Gendarmerie! Hola, agentes, estábamos quebrantando la ley y nos hemos perdido, ¿pueden ayudarnos?”. Había sorna y furia a partes iguales en la respuesta.

El detective y yo enmudecimos. Por distintas razones, supongo.

Él reaccionó antes. Tras la pesada pausa, su voz sonaba calmada, pero imperiosa. 

“Si Irene y yo vamos a tener que meternos en la montaña a seguir sus pasos, porque eso es lo que ustedes esperan que hagamos, vamos a necesitar muchos más datos…” Su voz se iba a endureciendo en un crescendo amenazante. Me cayó bien por primera vez: quizá porque me había llamado Irene, o porque, incuestionablemente, nos había posicionado como un equipo. “Para empezar, devuélvame usted esa mierda de panfleto que me ha hecho firmar: nosotros decidiremos cuándo no queda más remedio que dar parte a la Guardia Civil. Pase lo que pase y caiga quien caiga, ¿entendido? Si la vida de Julia está en peligro, y es probable que lo esté,” evitó mirarme al decir esto, pero yo supe que estaba pensando en mí al hacerlo, “vamos a necesitar TODA la información, sin ocultar nada. Para empezar, la identidad del…envío…y todas las circunstancias de su caso que pudieran ser una amenaza. Para seguir, los contactos de los corresponsales franceses que las han estado buscando, los datos del coche que se llevaron y los de toda la red de apoyo que tengan ustedes en los Pirineos: amigos, casas, hostales y restaurantes…”

“Para eso tiene usted a Irene”, aún se defendió ella. “Esa es la red de Julia. Nadie conoce como Irene la ruta que seguían, los sitios en los que paraban, los recursos que utilizaban…” 

Entonces, un dato suelto que me estaba dando vueltas se cruzó en mis pensamientos como un cometa. “Un momento: si el coche estaba en el garaje…¿cómo llegaron al inicio de la ruta?” Todos me miraron. Yo me expliqué, nerviosa: “Para iniciar la subida al puerto hay que ascender en un vehículo hasta el punto de partida del camino, por una pista de tráfico rodado.” “¿No pudieron hacerlo desde la casa?” El detective parecía seguir mi razonamiento. “Bueno, puede hacerse, claro, pero la casa está en el pueblo, no en el monte. Si sales desde casa, la ruta te llevará tres o cuatro horas más…y, además, tendrían que caminar por la carretera, donde sería muy fácil ser vistas. No, no creo que hiciera eso, no tiene lógica. Hay que llegar en vehículo hasta la salida del camino.”

Mi compañero de investigación interpretó lo que yo acababa de decir. “O sea, que existen dos opciones: o alguien de la red de tu madre era el encargado de llevarlas al inicio de la ruta… o hubo una razón para no llegar a usar el coche, si es que iban a transportarse ellas mismas.” “Eso es. Yo creo que es más probable lo primero, que mamá tuviera un cómplice. Si dejas un coche al inicio de ese camino durante todo el día, fuera de temporada además, eso canta muchísimo…” El detective completó mi frase: “Salvo que no llegaran a usar ninguno de los dos medios, porque alguien se lo impidió antes.” Y volviéndose a la pétrea abogada, que empezaba a resquebrajarse, la amenazó: “Si corrían algún peligro que usted no nos está contando, si está callando o encubriendo algo, le juro que me encargaré de que la empapelen con los culpables, por muy abogada que usted sea. Por omisión de socorro, o colaboración necesaria…o cualquier otra cosa que diga en un lenguaje bonito que usted está ocultando información para proteger su propio culo tieso.”

Con todas las miradas encima, Núria Doménech pareció desinflarse antes de ceder: “Les daré todos los datos. Tendrán toda la información sobre el caso. No te preocupes, Irene, haremos todo lo que haga falta.”

Aún apretó el detective.

“Pues rapidito, que ya estamos tardando.”

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