Capítulo 5: Juego de Espejos

Se acercaba el viernes y, aunque en realidad no había averiguado gran cosa, el compromiso adquirido de llamar a Julia – a mi cliente, rectifiqué mentalmente para defenderme de la cercanía cálida de llamarla por su nombre – me parecía ineludible. Me dije que solo era una llamada de seguimiento, rutinaria en el desarrollo del caso, pero seguía sin poder controlar ese peso en la boca del estómago, cierta desazón carente de sentido.

Total, ¿qué había descubierto realmente? Que el chico era un capullo -como la mayoría de mis clientes – y que discutían por culpa de sus celos -como la mayoría de las parejas jóvenes-. Más allá de ese rato con la muchacha, mi charlie solo había hecho vida de niño pijo: cañas en garitos caros con colegas tan pijos como él, gimnasio elitista y universidad privada. Eso sí: no se saltaba una clase. Se tomaba en serio su adiestramiento de cachorro de mandamás. Si no fuera por las lágrimas de la chica, sería una historia totalmente anodina. Cuando entró en esa cafetería parecía en shock, al borde del derrumbe. Estuve a punto, incluso, de delatarme. Sus hombros frágiles, su mirada castaña y perdida, ese aire de abandono…la antítesis de su madre. 

Julia – perdón, mi cliente – es abogada. Y, como debe tener los huevos pelaos de ver casos peores, sospecha un maltrato. Su doble condición, experiencia profesional e intuición materna, le han dado pistas suficientes. ¿Para qué me necesita a mí, entonces? Extraña relación materno -filial es esta, si necesitas pruebas o fotos para convencer a tu hija de que el chico no le conviene. Deformación profesional, quizá…pero no creo que tratar a la niña como a un cliente sea la forma más conveniente de crear lazos de cariño. En cualquier caso, viejo idiota, eres el menos indicado para juzgarla: en materia de lazos sentimentales, eres el mayor ignorante del universo.

Y, aunque el chico parecía transparente, yo continuaba haciendo mis deberes. Ser su sombra, aunque aburrido, era una variante en mis persecuciones a mujeres demasiado maquilladas que huían en taxi hacia sus falsas historias de amor. Ahora tenía un Charlie masculino, joven, arrogante como un macho en celo. Ni siquiera me había molestado en olisquear su colonia, seguramente cara, predecible. Sin misterios. Con él, la vigilancia perdía los contornos húmedos de la mirada del voyeur. Quizá, mi habitual espionaje a mujeres no era más que un oscuro ménage a trois. A quatre, si contamos con que la infidelidad ya es un trío turbio, sobre el que mi posición de mirón no es ajena y distante, sino una sórdida participación del voyeurismo. Una masturbación emocional.

Si lo pienso detenidamente, han sido escasas las ocasiones en las que me ha contratado una mujer. Ser los ojos del marido ha sido siempre una prolongación, pero observar a este niñato, presunto maltratador, con ojos femeninos y maternales era más bien una trasgresión, una curiosa inversión de percepciones. Me tocó comprenderlo con claridad ese día. Aquella tarde, apenas asomó al portal, supe de inmediato a dónde nos dirigíamos. Llevaba todo el uniforme – camiseta, bandera a la espalda a modo de capa y bufanda atada en la muñeca – así que me dispuse con resignación a pasar un par de horas frente a las puertas del Santiago Bernabeú, mientras dentro se disputaba algún partido de Champions. No, no me gusta el fútbol. ¿Les sorprende? Tuve que consultar mi móvil para saber que el partido era el Real Madrid – Ajax. ¿Ese no era el equipo de Cruyff? Hace un siglo, claro. Mis datos dejaron de actualizarse cuando cumplí once años: la edad en la que abandoné las colecciones de cromos. Por eso me sorprendió encontrar frente al estadio una pequeña turba roja y blanca. Han venido los ultras, los “efsaid”, escuché a mi espalda. O algo que se parecía mucho. Busqué de nuevo en mi móvil: F-Side, la agrupación de fans más radical del equipo de Ámsterdam. Parecían bastante bebidos, aunque aún faltaban un par de horas para el comienzo del partido. Las voces de los cánticos sonaban chillonas y pastosas; algunos, con las mejillas enrojecidas, se habían quitado las camisetas y las blandían en el aire, haciendo remolinos sobre sus caras pintadas de blanco y rojo. Pude observarlos a placer durante un buen rato, porque mi Charlie se había reunido con una tropa similar que, de riguroso blanco y agrupada a unos cien metros de los holandeses, respondía a sus cantos con los suyos propios, rugiendo en respuesta como si se tratara de una especie de diálogo desafiante. A los cinco minutos, un cordón policial se había establecido entre ambas manadas, impidiendo los acercamientos con intimidatorios movimientos de sus escudos. A los diez minutos, el cordón se duplicó: mientras uno contenía a los ultras del Ájax, otro, en paralelo, cubriendo las espaldas del anterior, se encaraba con los Ultra Sur. Habían sacado también sus porras y no se andaban con chiquitas para reducir a los vociferantes energúmenos en los que se habían convertido todos aquellos niños pijos. Los golpes caían sin compasión sobre los que, borrachos y enardecidos, se lanzaban enajenados contra aquella muralla policial, exaltados, gritando, braceando, escupiendo, transformados en hordas salvajes llenas de ira. Y, para mi sorpresa, uno de los más vociferantes – y vapuleados – era ni más ni menos que mi Charlie, Roberto, el aparentemente insulso niño bien, novio celoso y estudiante aplicado, totalmente ajeno en aquel momento a mi vigilancia y a todas las normas de buena conducta en las que, a buen seguro, había sido educado.       

Seguía recordando el estado lamentable en el que el cachorro llegó a casa – al menos, no terminó en comisaría –  mientras me dirigía a mi cita del día siguiente. Era una reunión incómoda, dadas las circunstancias. Iba a encontrarme con el marido de Julia. Que, a fin de cuentas, era mi cliente primigenio, el origen de todo, el marido celoso que me había abierto la puerta a aquel embrollo. Había repasado varias veces el informe que iba a darle, pero me sentía como si tuviera el culo lleno de pulgas. Sabía que la versión que iba a proporcionarle no era nada convincente. Había armado una historia colorista donde la señora salía a deshoras de su hotel (porque esos fueron mis primeros informes) para acabar concluyendo que se reunía durante horas con la abogada Roca (de la que, incluso, tenía fotos) en lo que parecían sesiones maratonianas de trabajo. Así pues, sospechas infundadas. O de eso era de lo que debía convencer al marido. 

“Menudo cacao mental tienes, chaval”, me dije ante el malestar que esa entrevista me causaba. “No sufras tanto, porque no vas a mentir. Hasta donde tú sabes, la señora no es infiel: el marido no es cornudo y el caso está resuelto.” Acallar el desasosiego requería un análisis algo más profundo. “¿Por qué miente la señora entonces? No sabría decirle. ¿Algo relacionado con los casos, quizá? Afirmación arriesgada sin conocer el tipo de casos a los que se enfrenta. Eres un chapucero, joder. ¿Por qué no has averiguado algo sobre ello? Pues porque ella te ha distraído, te ha mandado a husmear a otra parte, te ha sacado de la pista como un perro al que le arrojan un hueso bien lejos.” 

La hernia de hiato empezaba a hacer de las suyas. O, quizá, la acidez que sentía en la boca del estómago era solo porque empezaba a intuir que la señora jugaba conmigo. “Pero eso ya lo sabías, imbécil. ¿Dos mil euros? Sí, ya, era evidente pero… ¿lo del encargo del novio pijo? ¿Cómo te tragaste eso? Porque te embaucó con su falda corta, con su Carolina Herrera, con sus andares de hembra segura. Te trató como a un perrito: te lanzó el hueso y te prometió palmaditas en el lomo.” Me quedé plantado en la acera. Faltaban cinco minutos para la hora de la reunión y yo no estaba en condiciones de presentarle al marido  ningún discurso coherente para acompañar mi nota de gastos. Necesitaba pensar. Entender por qué Julia me había puesto a seguir al novio de su hija, de qué quería mantenerme alejado, en realidad. Y recuperar el papel de hombre cómplice, que sabe de qué lado está. La solidaridad masculina.

Le puse un WhatsApp al marido para avisarle de un retraso de media hora sobre lo previsto y comencé a caminar. El domicilio estaba en la zona de Legazpi, en uno de esos bloques de hace treinta años que alternaban con otros de más de cincuenta. Estos últimos se habían llenado de inmigrantes hacía un tiempo, pero ahora, con la gentrificación y la limpieza de cara que suponía el Madrid-Río y los alrededores del Matadero reconvertido en centro cultural alternativo, el barrio había multiplicado su valor e iba adquiriendo ese inconfundible aspecto de village: tabernas retro-modernas que se hacían llamar gastrobares, tiendas de productos bio, o dietéticos, o ecológicos, panaderías de aspecto moderno rebosantes de masa madre y con coquetas mesitas para tomar un café. Enfilé directo hacia el río y, en lugar de seguir la corriente de paseantes y ciclistas, torcí hacia el parque de la Arganzuela, intentando concentrarme en mis razonamientos. A saber: la señora quería que yo dejara de seguirla porque no quería tenerme detrás de ella mientras hacía lo que fuera que estaba haciendo. Para conseguirlo, me había amenazado primero – incluyendo un buen rato con la cabeza dentro de un saco y maniatado -, luego me había largado pasta y, para terminar, me había engatusado con un fingido desayuno de negocios que no era más que un soborno disfrazado de contrato. Como resumen, no aportaba nada nuevo. Y tampoco resolvía la verdadera cuestión: ¿qué iba yo a contarle al marido? Bueno, la verdadera cuestión sería qué había detrás de todo eso, pero quedaba implícito que yo me había dejado comprar, posiblemente muy barato, para no averiguarlo. La otra pregunta, la urgente, la que necesitaba resolución en media hora escasa, se me había echado encima como la fecha de un examen que no te has preocupado de estudiar. De repente, me di cuenta de que no solo tenía los deberes sin hacer, sino que tampoco tenía la cabeza despejada como para hacerlos. Y se me ocurrió una idea desesperada, de locos.

“Que lo decida ella”, pensé, “que me dé instrucciones precisas de lo que debo contar, ya que paga para controlarme”. Si, lo sé: posiblemente ella iba a mosquearse mucho con esa llamada y ese planteamiento. Estaba preparado para recibir una respuesta bronca, o claramente despectiva pero…¿qué quieren? Estaba cabreado y frustrado, quizá avergonzado por sentirme un pelele, y necesitaba que algo de ese malestar la alcanzara a ella, que no le fuera tan fácil desentenderse de todo, de su marido, de mí, de esa hija cuya intimidad violaba para entretenerme. Vamos, lo que se suele llamar una llamada de atención, nunca mejor dicho. El recurso del pataleo.

Por supuesto, no lo cogió a la primera. Podía haber parado, pero ya estaba decidido a contactarla o, al menos, molestarla. Dejé sonar la llamada otra vez. Y otra. A las cinco veces, estaba seguro de que acabaría apareciendo el mensaje Llamada rechazada o, al menos, el teléfono móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento. Pero nada de eso sucedió. Llamé al menos diez veces. “Qué perra. Es capaz de dejarlo sonar sin inmutarse, la maldita. O de tenerlo en silencio…” Era una posibilidad: que lo tuviera en silencio o en modo avión. Así que replegué velas y, cagándome en sus muertos, volví mis pasos hacia la casa de su marido. La media hora había expirado y yo todavía no sabía qué cojones iba a contarle.

Poco podía imaginar, mientras subía en el ascensor de luz desvaída hasta el cuarto piso, que las preguntas iban a ser todavía más difíciles de lo que creía. El marido, al que todavía no había visto nunca, era un hombre medianamente alto y corpulento, de cabello plateado ralo y ojos azules tras unas gafas de montura ligera. Supongo que, de joven, las mujeres le considerarían guapo o, al menos, atractivo. Tenía barriguita, pero tampoco parecía estar en muy mal estado físico. Me recibió seco, con el ceño fruncido, lo que contribuía a marcar las arrugas del rostro. “Debe estar más guapo cuando sonríe” pensé, mientras me hacía pasar y me ofrecía asiento en un pequeño estudio atestado de libros. Él, detrás de la mesa, frente a la pantalla de un ordenador Mac bastante grande. Yo, al otro lado, parecía un alumno al que iban a leerle la cartilla, tal como me temía. Lo que no esperaba es que, tras nosotros, la hija apareciera en la estancia y, sin decir nada, cogiera otra silla y se sentara junto a mí a este lado de la mesa. 

– Esta es mi hija Irene. Está informada de todo y me gustaría que le escuchara a usted de primera mano, si no le importa. – la presentó.

Entonces ella volvió hacia mí la mirada tensa que había mantenido en su padre y un ceño  de duda o sorpresa le ensombreció el gesto.

– Buenos días, señor… – no la ayudé, ni dije nombre alguno – … esto… ¿nos conocemos de algo? – ladeó la cabeza y entornó los ojos, mucho más claros que los de su madre, para mirarme – Perdone, pero me suena de algo…

– No lo creo, señorita. – Lo dije para marcar distancias, pero el tratamiento señorita sonó tan anticuado en pleno siglo XXI que me sentí ridículo de inmediato.

Su rostro, mucho más sereno que el día de la cafetería, resultaba más redondo, más infantil e inocente que el de su madre. Pero había algo en sus gestos, en la línea de la nariz, en la forma de arquear levemente las cejas, que la recordaban de inmediato. Como si los rasgos pudieran parecerse aunque sus formas no se parecieran en absoluto. Una versión alternativa, dulcificada y suavizada, de Julia. Aspiré con contención el aroma, una colonia fresca que ya conocía de aquella otra mañana, de Calvin Klein, me pareció. Ella pareció notar mi gesto: me miró levantando mucho las cejas, como si hubiera descubierto algo y luego frunció el ceño, pareció ir a decir alguna cosa, pero lo pensó mejor y apretó los labios. Volvió la cabeza hacia su padre, cediéndole la iniciativa. Y él, con un breve carraspeo, comenzó con una pregunta que no admitía interpretaciones:

– Como comprenderá, después de tantos días sin noticias suyas, necesitamos que nos lo diga: ¿dónde está Julia?

Miré a ambos. Solo entonces percibí los ceños apretados, las sombras de preocupación bajo los ojos, los labios tensos. No tenía ningún sentido adornarlo.

– La última vez que la vi, el martes pasado, estaba en Barcelona.

– ¿Dejó de seguirla entonces? ¿Se volvió a Madrid, dejándola allí, antes de lo acordado?- la furia contenida silbaba en la pregunta del hombre, mientras la hija se había echado hacia adelante en la silla, con sus ojos clavados en mi respuesta.

– Sí, pero es que ya no había razón…

– ¡Le dije que la vigilara hasta nueva orden!¡Que correría con todos los gastos!

– ¡Pero es que la conducta de la señora estaba fuera de toda sospecha! – intenté protestar.

– ¡NO SE TRATABA DE SOSPECHAS! – me sorprendió su grito. Estaba lívido mientras se inclinaba sobre la mesa hacia mí, amenazante. – ¡Se trataba de vigilarla e informarme de cada uno de sus movimientos, fueran los que fueran! ¿Es que usted no escucha los encargos que se le hacen?

Tardé unos segundos en procesarlo todo: la ira y la frustración del hombre que tenía delante, la mueca de angustia de la chica a mi lado…y el auténtico mensaje.

– ¿Me está diciendo… – respondí con lentitud, moviéndome de puntillas en el silencio minado – …que la sospecha de infidelidad era solo una excusa para que yo la siguiera y le informara? ¿Que usted… – pausa para que el pronombre sonara acusador – …USTED, me largó un pretexto para que yo le hiciera de sombra, sin decirme realmente lo que pretendía?

Mientras decía esto, con voz deliberadamente sorda y lenta, me incliné yo también hacia la mesa y sostuve su mirada. Quería invertir la acusación, claro, pero también quería que el tablero empezara a despejarse. Porque intuía que, por primera vez desde el principio, acaba de enterarme de qué iba realmente aquel asunto.

Él todavía alzó la barbilla orgullosamente.

– Usted no tenía por qué saberlo. Le bastaba con cumplir el encargo…cosa que no ha hecho.

– ¡No puedo trabajar eficazmente si me engaña! – le espeté. Pero empezaba a sentirme imbécil. ¿Qué pensaría aquel hombre cuando supiera que la que me había engañado era ella?

– ¡No necesitaba saber nada! Yo solo quería información, no interpretaciones. ¿Era tan difícil para usted hacer lo que le pedían? – su tono estaba subiendo, acercándose al quiebre, y sentí que la chica se revolvía a mi derecha.

– ¡Basta, papá, esto no tiene sentido! Vamos a intentar centrarnos. – y, con una autoridad que no hubiera creído en ella, se hizo con la voz cantante: – Usted… – me escrutó de una forma curiosa – …lleva en Madrid por lo menos desde el lunes. – Di un respingo, pero ella prosiguió, determinada. – Vamos a intentar ser todos bastante claros: mi madre ha desaparecido y cada hora que pasa juega en nuestra contra. Lo que necesitamos ahora no son reproches, sino poner en común todo lo que sepamos, diciendo la verdad, ¿me oye? – me regañaba sin contemplaciones, como a un niño chico – Así que queremos que nos lo cuente todo, todo, todo: todo lo que vio en Barcelona, por ajeno al caso que pueda parecerle, cuándo la vio por última vez…y, de paso, por qué ha estado siguiéndome a mí, en lugar de a mi madre.

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