Capítulo 3: Cambio de bandera

He de reconocer que me trataron con guante blanco. A pesar de ese saco en la cabeza, tuvieron cierta delicadeza en la forma de atarme y dejarme fuera de combate. Entre mi nariz y el ahora lejano aroma a DKNY se filtraban ligeras ráfagas de otros olores diferentes: el del cáñamo casi vegetal del saco, el del pachulí que hubiera debido reconocer  y otra fragancia que no estaba en mi repertorio porque, evidentemente, era una colonia masculina cara. Olía a mis clientes habituales- yo no podía permitirme oler así- y eso me resultaba más intrigante que las razones por las que ese hombre, con la ayuda femenina de la dueña del pachuli, me había atacado para dejarme atado y con la cabeza metida en un saco de esparto mientras ellos ( o eso parecía por los ruidos a mi alrededor ) cargaban bultos en el ascensor entre susurros.

Aunque estaba bastante aturdido – me habían golpeado al reducirme, aunque no demasiado duro: he sufrido palizas peores en otros tiempos – intenté débilmente una protesta, algo de atención, pero un par de patadas disuasorias me dejaron sin habla, así que continué allí, sólidamente atado en posición fetal, con las manos a la espalda y la cabeza en la oscuridad de la estameña. No se filtraba luz por las rendijas del basto tejido, luego todo el trasiego que escuchaba en sordina a mi alrededor se estaba haciendo en la oscuridad o, al menos, en penumbra. Los susurros que no acertaba a descifrar acentuaban el ambiente clandestino de todas aquellas actividades que yo solo podía intuir. El aroma a DKNY se acercaba y se alejaba al rincón donde yo debía estar tendido, pues si intentaba estirarme me golpeaba a la vez los pies y la cabeza, cosa que solo podía ocurrir en una esquina. Un fardo en el suelo, eso era yo, retirado donde no entorpeciera sus movimientos. Habría dado más de un penique por saber qué estaban haciendo exactamente. Hasta que, de repente, dejé de oírlos. El ascensor hizo una última bajada y luego la oscuridad y el silencio se apropiaron del aire. 

¿Iban a dejarme allí? Hice un esfuerzo por razonar con objetividad, a pesar de mi aturdimiento. Hasta el momento, había estado solo pendiente de percibir información, de intentar adivinar lo que estaba ocurriendo. “Todavía no has intentado encontrar una explicación, viejo indolente”, me regañé. Alguien estaba llevando a cabo acciones más turbias que un adulterio, a juzgar por los esfuerzos que se habían tomado para dejarme fuera de juego. Por un momento, tuve la tentación de sonreír. Buscando un lío de faldas, me había acercado lo suficiente a una operación más grande, tanto como para que se hubieran molestado en ocuparse de mí. “Aunque tampoco les has parecido tan peligroso, si se han conformado con unos cachetes y dejarte aquí suelto, así que no te vengas arriba.” Esfumadas ya la sonrisa y la autocomplacencia, empecé a rumiar los cabos de los que disponía.

A ver, la señora, o alguien a quien visita o representa, puesto que es abogada, está metida en algo poco claro, eso es evidente. Ya sería casualidad que hubiera venido a Barcelona a echar un polvo justo en el portal donde está pasando algo raro…no, qué va, esas casualidades no existen. Pero déjate de elucubraciones y vamos a los hechos: desde que ha llegado a Barcelona no ha hecho más que ir de tiendas y dar paseos y hoy, de repente, se coge un taxi a la carrera y se mete en este portal, donde no se ve más vida que ese bufete de abogadas. En las tres horas y pico que he estado de vigilancia solo ha entrado la Roca con su DKNY. Que, además, ya es mala suerte oiga, me ha visto y no se ha tragado para nada mi excusa…cosa obvia si el bufete que llevan ella y su colega, si es que existe esa colega, no se dedica a asuntos convencionales.

Sigo: mi Charlie se ha metido en ese despacho, sea real o tapadera, porque el ascensor estaba parado en ese piso y, según la “dekaniuyor”, toda la planta pertenece al bufete. Tan seguro estaba de que era el segundo que ni siquiera he comprobado los buzones del resto…fallo de principiante, Flanagan. En fin, que me jipian, me esperan, caigo como un tolai, me dejan fuera de juego y se ponen a mover bultos, porque los he oido arrastrar y soltar cosas que parecían pesadas. Y todo esto, no nos olvidemos, con la participación del señor “colonia cara” y la mujer del pachuli, “la extraña pareja”. Mucha gente. Toda una banda, por si esto me consuela.  Y me dejan aquí, más tirado que una colilla. No son lo suficientemente criminales como para eliminarme del todo, o confían en que no sé gran cosa, como así es, o…con desaparecer les basta. Quizá solo quieren esconder esta ubicación o, exactamente, algo que había en ella…y que seguramente ya no está. ¿Qué coño podrá ser? Y, en cualquier caso, viejo imbécil…¿a ti qué más te da? Te vuelves a Madrid, le dices al cliente que la señora no ha hecho nada sospechoso y santas pascuas. Cuando consigas liberarte, claro. Que, si es pronto, igual aún tienes tiempo para esa paella en la Barceloneta a cuenta de las dietas, que te la has ganado pero bien…

Me removí un poco en mis ligaduras: tampoco parecían tan fuertes. Si seguía tironeando una hora o dos, acabaría por sacar una mano, luego la otra…y, si era tarde para cenar en la Barceloneta, me comería una butifarra en Gracia, aunque con las muñecas despellejadas. Algo es algo. Siempre hay que tener un incentivo. También podía ser que el edificio tuviera un servicio de limpieza, alguien que barriera y fregara descansillos y escaleras. Lo que percibía del suelo me parecía impoluto. Aunque no debía confiar mucho en eso, porque era viernes y quizá hasta el lunes no aparecía ni el Tato. Tenía que seguir intentándolo.

Pero no me hizo falta desollarme vivo. Oí subir el ascensor y empecé a gritar como un poseso. ¡AYUDA! ¡AYUDA! ¡SOCORRO! Si el ascensor iba a los pisos superiores, podían pasar de largo sin oírme y mis posibilidades se esfumarían. Grité  más: ¡AQUÍ! ¡EN EL SEGUNDO! ¡POR FAVOR! 

Oí la puerta del ascensor abrirse en mi rellano. Gracias a Dios. Y, a la vez, los pasos de unos tacones y el aroma inconfundible de mi primera fragancia, el Carolina Herrera de mis inicios. Quizá esa concatenación o un viejo instinto me enmudecieron de repente. Los pasos habían llegado junto a mí y el olor estaba tan cerca que mareaba. Unas manos me empujaron con fuerza para hacerme rodar sobre mí mismo al tiempo que una voz sorda de mujer me susurraba: “¡Calla!¡Cállate o te juro que te dejo aquí hasta que te pudras!” Tenía autoridad la señora, así que obedecí. También era hábil: cortó rápidamente las ligaduras y el olor se echó un paso atrás para que yo hiciera el resto. Mis manos entumecidas desataron la boca del saco.Mi salvadora no había encendido la luz, así que, al sacar la cabeza, solo distinguí entre las sombras dos piernas de mujer soberbias subidas a unos tacones de cuatro centímetros. Mi intuición me lo dijo antes incluso de levantar la mirada,  y se convirtió en certeza incluso a pesar la penumbra: desde la altura y encendidos en cólera, los ojos de mi Charlie me estaban fulminando.

Seguíamos en penumbra largo rato después y aquellos ojos no se habían enfriado absolutamente nada. A mis intentos de agradecer su intervención había respondido con una sola frase, –tenemos que hablar– y yo la había seguido como un perrito sin saber muy bien a qué atenerme. Ella había elegido el sitio, una tetería de ambientación moruna cerca de la plaza de Gracia, y hay que reconocer que el lugar era discreto, aunque demasiado alternativo para mi gusto. Además, allí no había nada de cenar que mereciese la pena. Aun así, me conformé con una pastela de pollo y piñones que, con el hambre que tenía, me supo a gloria, mientras ella me observaba con furia contenida. Acostumbrado a memorizar su cara en retratos sonrientes, percibía completamente la ira de su gesto ceñudo. Y, sin embargo, cuando abordó el tema, su voz resultaba tranquila y melodiosa. El mensaje, no tanto.

– Antes de que tú y yo podamos negociar nada, necesito saber quién te paga.

¿Negociar? Yo sabía muy bien que no tenía nada con lo que negociar, pero si ella creía que sí, tendría que jugar de farol.

– Deberías suponer que nunca traiciono a mis clientes.- Intenté poner voz de duro, pero me pareció que ella reprimía una sonrisa y comprendí que el resultado era patético, así que me resigné a un registro más normalito, sin falsas pretensiones: – No puedo decírtelo, violaría el secreto profesional, como tú bien sabes.

Esta vez no reprimió la sonrisa, pero no era amistosa.

– O sea, que no niegas que tú sabes más de mí que yo de ti, porque me estabas espiando. Y mal, por cierto: te tengo localizado desde el AVE. La pregunta es: ¿por cuenta de quién?

Me eché hacia atrás en la silla y me crucé de brazos en silencio.

– Como creo que ya sabes – continuó – tengo dos opciones: la legal, puesto que, como abogada, encontraría seguro varios cargos para demandarte, y otra más, digamos… irregular, por la que podrías volver a una situación aún peor que la que acabo de ahorrarte. Supongo que lo entiendes.

– Meridianamente – mascullé. – Me estás amenazando. Y supongo que yo también tengo opciones legales frente a eso. Te recuerdo que he sufrido una agresión. ¿Por qué piensas que no voy a denunciarla?

Abrió mucho los ojos, con una expresión divertida.

– ¡Claro! Eso es lo que yo te aconsejé cuando me ofrecí a acompañarte a comisaría después de encontrarte allí gritando y desatarte. Pero tú no quisiste y, en lugar de eso, insististe en…ummm…compensarme, invitándome a algo. Eso, o algo parecido, dirá mi declaración como testigo. ¿Crees que resultará convincente?

– ¿Y cómo justificarás tu presencia allí?- contraataqué.

– ¡Pero si yo trabajo allí! -se lo estaba pasando en grande a mi costa. – Roca y Domenech es nuestro bufete asociado en Barcelona. – entornó un poco los ojos y me escudriñó. – ¿No lo sabías?

Comprendí, quizá demasiado tarde, que me estaba quedando al descubierto. Yo no sabía ni eso, ni nada, en realidad. Estaba intentando pescar en un charco demasiado grande para mí. Y lo peor es que ella acababa de darse cuenta. Acabó de escrutarme y, de repente, pareció entender que yo no era una amenaza. Se recostó en el respaldo de la silla y se llevó la taza de té a los labios. Durante unos instantes, ni siquiera me miró. Su cabeza parecía estar en otro sitio, barajando hipótesis. Como si yo no existiera. Cuando al fin volvió a prestarme atención, su voz y su mirada eran bastante más frías. Sinceramente, acojonaba un poco.

– Mira, no sé de dónde sales ni quién eres, pero creo que te han engañado como un chino. No sabes dónde te has metido y es mejor que no lo sepas y te vayas por donde has venido. Pero, si quieres salir de rositas, necesito que me digas quién te envía. Quién te paga y para qué. Cuéntamelo y olvídate de este asunto. Por supuesto –  matizó la orden – recibirás una compensación económica adecuada. Muy adecuada, ¿entiendes? ¿Cuáles son tus honorarios?

Pestañeé, supongo. No era la primera vez que me ofrecían pasta para sacarme de algún asunto pero, en general, esas eran situaciones en las que yo tenía, por así decirlo, la sartén por el mango. Esto era, a la vez, distinto y humillante. Yo era una especie de inconveniente insignificante, aunque no sabía por qué, ni para quién, y me ofrecían chucherías para que me fuera sin hacer ruido. “Mecagüenlaleche”, pensé. “Me he metido en algo muy gordo”. El miedo empezaba a comerse la humillación y el amor propio. Si yo fuera de esos que se juegan la vida luchando contra los malos, todavía sería policía. Pero no era momento para filosofías: por una cantidad adecuada, podía salvar los muebles y curar mi maltrecho orgullo.

– Tres mil – dije.- Mis honorarios por proporcionarte la información que deseas son tres mil euros en efectivo.

– Dos mil ahora mismo. Me lo dices y lo dejamos todo zanjado. Puedes abandonar Barcelona mañana temprano.

Suspiré e intenté sonreír.

– No puedo negarle nada a mi desinteresada salvadora. El pago, primero.

Ella seguía sonriendo mientras se ponía el bolso en el regazo y, protegida por el borde de la mesa, manipulaba algo dentro. Se limpió las manos con una servilleta y volvió a dejarla sobre la superficie, empujándola hacia mí, pero sin acabar de soltarla. 

– Quién.

– Primero quiero contarlo –  pero sus dedos no abandonaron la servilleta.

– El nombre. – Sus ojos parecían muy decididos. Dudé. ¿Quién lleva tanto dinero en el bolso? Claro que, a estas alturas, todo me parecía posible.

Se lo dije. Su mano se aflojó sobre la servilleta y yo tomé los veinte billetes de cien euros que había debajo. El estupor y la sorpresa de su rostro parecían auténticos.

Realmente, la idea de que su marido la espiaba debió de ser para ella toda una revelación, pues ya no habló más hasta que emergimos de nuevo a la templada noche de otoño barcelonesa. La Plaça de Gràcia estaba animada como cualquier otro viernes, y a punto estuve de sugerirle tomar la penúltima en alguna de sus terrazas, pero la prudencia más elemental lo desaconsejaba. Julia – había recuperado su nombre para mí, pues ya no podía ser Charlie desde que el pago había invertido los papeles – caminaba distraída a mi lado, con la cabeza ausente y la mirada perdida, su perfil ensimismado en sus cavilaciones. Sin palabras, parecíamos haber alcanzado el acuerdo de deambular así bajo la luna, por las aceras y las plazas atestadas de grupos que surgían de los restaurantes y los garitos, discutiendo sobre el siguiente destino, valorando la posibilidad de una última copa, convenciendo a los que ya había anunciado su deserción. Algunos, pocos, se distraían por un segundo de su discusión a nuestro paso, su atención reclamada por un breve instante por la extraña pareja que componíamos. Ella, creo que ya lo he dicho, imantaba las miradas a su paso. Llevaba todavía la falda roja y corta de la mañana, sobre el mástil de esas botas de tacón que ahora languidecían, perdido su ritmo autoritario tras la intensa jornada, pero con la sensualidad canalla del rímel corrido, las medias arrugadas y las ojeras golfas de las trasnochadoras. Yo, a su lado, debía resultar un improbable Sancho, apto tan solo para el contrapunto quijotesco pero no para igualar mis pasos a los de semejante dama. Y así, disfrutando del envidioso asombro que despertaba en nuestros escasos observadores, caminé en silencio a su lado, sin osar interrumpir sus pensamientos, hasta que llegamos a la Diagonal.

-¿Te apetece desayunar conmigo mañana en mi hotel antes de marcharte? – dijo de repente, parándose en la acera mientras sus ojos escudriñaban la calzada buscando un taxi.

Debí boquear estúpidamente, como un pez de acuario. Por fortuna, me miró a tiempo de impedir una respuesta insensata por mi parte. Sus ojos, capaces de ser el espejo de mi yo más penoso, tenían el beneficioso efecto de frenar mis mayores desatinos.

-Me gustaría mantener contigo una conversación de negocios.

Yo seguía callado, con la cabeza ladeada como si valorara lo que estaba escuchando. Deseando que ella continuara hablando. Intentando, en resumen, no cagarla. Dio resultado.

-Creo que no puedes quejarte de mí como cliente, hasta el momento. – Me pareció que había una advertencia en esto último, pero lo dejé pasar. – Podemos colaborar en algún otro asuntillo que se me ha ocurrido y, como habrás visto, soy buena pagadora. ¿A las ocho y media en el buffet?

-Claro. Allí estaré – acerté a decir.

-Perfecto. Hasta mañana entonces. – Y me retiró definitivamente su atención para subir de nuevo a un taxi en el que escapar de mi cercanía.


Subí al buffet del restaurante temprano para disfrutar un rato a solas de las vistas. A la altura de mis ojos, Montjuïc extendía una cabellera de bruma sobre los tejados y los edificios circundantes. Barcelona despertaba envuelta en su deshabillé de gasa, aún húmeda la piel de mar y noche. Gocé desde el ventanal de ese momento íntimo antes de que el sol la desnudara en su luminosidad impúdica, en su mediterráneo colorido descarado. Con el primer café entre las manos, solo en un rincón del comedor ya animado por grupos de congresos comerciales, le hice el amor  a esa ciudad ajena y fascinante, reverso ahora de mi Madrid sombría y provinciana. Mi lejana esposa grave y granítica, segura y gris, frente a mi ligera amante casquivana, esquiva y salobre. Mientras mi lascivia sucumbía al abrazo de Barcelona en la tierna mañana, un calor más cercano, acompañado del aroma de mis sueños iniciáticos, se había sentado a la mesa y reclamaba mi presente. Julia me miraba entre curiosa y divertida – el espiador espiado, o algo así – así que eché una última ojeada a la ciudad tras la ventana y me concentré en la nueva hetaira. El paraíso de las huríes debe ser algo semejante.

-Has madrugado.

Su sonrisa volvía a estar bien pintada. Con el rímel y los cabellos en su sitio, su belleza recuperaba su inquietante fortaleza. La mañana tras el ventanal le sentaba como una merecida corona.

Su bandeja contenía yogur desnatado, fruta, cereales integrales y café solo. Me atreví a adelantar hacia ella mi plato repleto de bollería y tostadas con jamón. Por supuesto, era un burdo intento de recuperar mi confianza.

-Me gusta empezar el día con un buen desayuno. ¿Quieres?

Seguía sonriendo, como si de verdad entendiera lo que había tras la broma.

-Vayamos al grano. Tengo algo que proponerte y no dispongo de mucho tiempo.

No recuerdo las palabras exactas de su proposición, porque aquel desayuno fue un ejercicio de malabares entre la imagen de sus ojos inteligentes, su carmín escondiéndose tras el borde de la taza y el inicio de la curva de sus senos abombando el escote de una camisa de seda gris perla. Tuve, eso sí, cuidado de tener siempre la boca llena de cruasanes y magdalenas para no decir ninguna inconveniencia. En resumen, me pedía que siguiera a un joven que salía con su hija y que, sospechaba, estaba metido en algún asunto turbio. Vaya familia. Me pasó un sobre manila y abultado. “Ahí tienes la foto, su dirección y un adelanto.” “¿Y tu teléfono?” Acompañé mi metedura de pata con la indigna sordina de mi boca llena. “Para mantenernos en contacto”, aclaré. “Hazme una perdida” – me lo dijo – “y así yo guardaré el tuyo. No me llames: te llamaré yo a ti”. “Las chicas que me dicen eso nunca lo hacen.” Sonrió, pero yo no lo había dicho en broma. “Yo sí lo haré: este asunto me interesa mucho. Estoy bastante preocupada. ¿Tendrás algo el próximo viernes?” “No tengo ni idea. Dependerá de cómo sea la actividad del tipo.” “Claro, qué tonta. Te llamo el viernes.” Y, sin mucho más protocolo, me tendió la mano para cerrar el trato, me largó una despedida cortés y salió del restaurante llevando tras su flauta los ojos de todos los ratones y ratas de aquel Hamelin/restaurante, bailando al ritmo de sus tacones.

Volví a concentrarme en el ventanal, pero aquella otra amante había perdido su gracia.

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