Capítulo 4: Falsas apariencias

De camino al metro mis dedos juegan nerviosamente con el móvil que me quema entre las manos. Sé que Lola tiene razón, pero no me decido: tengo que llamar a mamá.

De tirón,  controlando mis nervios, dejo que mis yemas pulsen su contacto en la agenda mientras pienso qué voy a decirle. Pero, evidentemente, los tonos se suceden y la voz de mamá no aparece otro lado . Algo parecido a un alivio culpable me asalta al escuchar el mensaje grabado: “Hola, has llamado al número de Julia Escar, ahora no puedo atenderte. Deja tu mensaje y te devolveré la llamada.” Cuelgo abruptamente, dejando que mi irracional enfado sustituya a la culpa. “Nunca lo coges cuando hace falta, mamá.”

No sé muy bien dónde meterme: ningún lugar me ofrece refugio.  El Parque del Oeste parecía un otoño pintado, un espacio adecuado para la locura y la melancolía.  Cuando nadie miraba, podía desahogarme con grandes patadas a los montones de hojas ocres y amarillas y escucharlas crujir en cada zancada, subrayando mis pensamientos. 

Por qué- ras- soy tan – ras – DÉBIL –ras, ras, RAS.  – Por qué –ras – ella tiene – ras – TANTA SUERTE – ras – y yo – ras – que intento complacer – ras –la tengo – ras – TAN mala. – ras, ras – Papá – ras – y yo – ras – somos iguales: – ras, ras, RAS. DÉBILES. RAS, RAS, RAS, RAS. 

Intentar disipar así la furia es como ser un boxeador lanzando golpes al vacío. Cojo aliento. Ellos mandan, papá. Y tu y yo, acojonados, obedecemos. Lo cual demuestra que no existen los roles de género: solo los fuertes y los débiles. Los que aman y los que se dejan amar. Los martillos y los clavos. Los vencedores y los vencidos. Los que circulan rompedores, haciendo surco por donde pasan, y los que nos dejamos roturar. Avasallar. En el vano intento de llegar a aplacar, algún día, su furia de tiranos que nunca tienen bastante, que siempre quieren más. Que solo se emparejan con los que son como nosotros: víctimas potenciales a las que perciben igual que un depredador.  No hay defensa posible, la mejor defensa es el ataque. Como dice siempre Laura, hay que tratarlos mal. Me dejo caer en el césped. Humedades que se juntan, dulces y saladas. Recuerdo aquel poema que mamá usaba para consolarme: 

“Tú no las puedes ver;
yo, sí.                                  
  (Me miraba a los ojos)

Claras, redondas, tibias.
Despacio

se van a su destino;                (ponía un dedo en mis pómulos)

despacio, por marcharse
más tarde de tu carne.
Se van a nada; son
eso no más, su curso.
y una huella, a lo largo,
que se borra en seguida.     
     (el dedo recorría mi mejilla lentamente)
¿Astros?


no las puedes besar.
Las beso yo por ti.          
         (Me besaba la cara despacito)
Saben; tienen sabor
a los zumos del mundo.
¡Qué gusto negro y denso
a tierra, a sol, a mar!
Se quedan un momento
en el beso, indecisas  
             (un beso un poco más largo)

entre tu carne fría
y mis labios; por fin
las arranco. Y no sé
si es que eran para mí.
Porque yo no sé nada.
¿Son estrellas, son signos,
son condenas o auroras?
Ni en mirar ni en besar
aprendí lo que eran.
Lo que quieren se queda
allá atrás, todo incógnito. 
                 (iba limpiando mi cara suavemente)
y su nombre también.

(Si las llamara lágrimas,
nadie me entendería.)”

El poema de Salinas que acompañó los disgustos de mi infancia me ha arrancado una sonrisa. Me pregunto si ella llorará alguna vez. Yo no recuerdo haberla visto. Esa es otra de las muchas cosas en las que no nos parecemos. 

Pero el móvil comienza a sonar de repente y vuelve el miedo de no saber qué decirle.

-Hola 

-¿Qué te pasa? Llevo una hora llamándote y no me lo coges, ni me hablas.

Tardo en reaccionar. Es Roberto. No he visto sus llamadas perdidas.

-Ya, perdona, luego te cuento.

-¿Qué te pasa? – insiste. – ¿Por qué no has venido a clase? ¿Dónde estás? La presentación de contabilidad empieza en media hora. 

-Ya, bueno, no sé si voy a ir .

Espero que Laura haya visto mis llamadas: no me siento capaz de meterme en clase ahora. 

-¿Pero qué dices? Te van a poner falta, oye, tú estás muy rara. ¿Se puede saber qué te pasa? Digo yo que tengo derecho a que me expliques algo, ¿ no? Nos has dejado plantados con la exposición del trabajo y no sé qué les voy a decir a los otros.

Me siento repentinamente furiosa con Roberto.

-Sinceramente, cariño, ahora mismo todo eso me importa una mierda. 

Pequeño silencio al otro lado de la línea y luego explosión fría.

-Mira, guapa, tú verás lo que haces: si tienes la regla o estás de malhumor no es culpa mía, pero, desde luego, te la estás jugando.

Después clic y luego silencio.

En el asiento de enfrente, una mujer de mediana edad me mira con curiosidad y algo de compasión: me doy cuenta de que debo de estar llorando. Hay algo bondadoso en su cara y siento que me gustaría contárselo todo a esa desconocida que me transmite tanto apoyo. Nunca me había sentido tan sola.

Al menos, al salir del vagón salta a la pantalla una buena noticia. Un whatsapp de Laura. “K pasa. Tengo 1000 perdidas tuyas”. Contesto. “Mazo d cosas. Te espero en la cafetería de tu faku hasta k salgas.” No tarda ni un minuto.”Ya bajo”. Sintiéndome aliviada, camino ligera hacia la puerta. Al guardar el móvil veo que Murphy ha cumplido: en la pantalla, una perdida, “Aa MAMÁ”. Y un whats: “Me has llamado? Q pasa?”

Soltarlo todo me sienta bien. Cuando acabo de hablar, Laura bebe ávidamente de su cola Light como si fuera ella la que tiene la garganta seca. Con los ojos como platos, lleva muda desde que he empezado. “Qué fuerte”, dice casi susurrando y apurando su bebida, “¿cómo estás?” Y su mano busca la mía por encima de la mesa. Me doy cuenta de cuánto necesitaba esa pregunta: gran parte del significado de la palabra amistad me parece concentrado en ella. Y me vuelve Lola, y la sororidad, y el diario. Supongo que, con los papeles cruzados, Laura hubiera caminado furiosa en calcetines frente a mi madre. Suspiro. Todo me parece muy complicado .

Decidimos que no está el día para mansplaining en las aulas, así que nos vamos al gim. Como se trata de sacar toda la mierda y sudar como locas, ni siquiera me molestan las letras de Bud Bunny y otros del mismo pelaje. 

Sé que Laura me hubiera acompañado al fin del mundo pero, una vez que recibí la dosis de cariño necesaria, prefería estar sola. La casa, en la penumbra de ámbar del otoño, era la promesa de un nido que ahora estaba amenazado.

Papá no estaba. Un post-it en la puerta de la nevera fingía que todo seguía como antes. “Voy al cine. Hazte una hamburguesa.” La ducha fue una tregua corta. Al sentarme en el sofá con las piernas cruzadas, como los indios, mis gruesos calcetines de andar por casa le gritaron a mi conciencia con la voz de Lola. “Ya voy”, suspiré resignada. Y volví a arriesgarme. Esta vez, mamá contestó al tercer tono. “Hola, cariño. ¿Qué te pasa?” “¿Por qué narices tiene que pasarme algo para llamarte?” Ya estaba: mi propia irritación negaba mis palabras. Hacha de guerra: desenterrada. Aunque me cueste reconocerlo, nadie me conoce tan bien como mi madre. Como si me hubiera parido. Así que esperó. Prudente. Confiada. Sabía que yo acabaría soltándolo.

-No, mamá, dímelo tú. ¿Qué pasa?

-¿Dónde está papá? ¿Qué te ha dicho? – O sea, que no lo negaba.

-Se ha ido al cine. Cuéntamelo todo.

-No sé qué contarte… – suspiró. – No sé qué mosca le ha picado: me ha puesto un detective. – Pegué un bote:

-¿Lo sabías? – le grité.

-Lo descubrí ayer por la tarde, – me pareció ver su sonrisa – …es bastante malo. – Y, de repente, mucho más seria. – ¿Tú también lo sabías?

-No, hasta esta mañana. He…escuchado sin querer detrás de una puerta.

Podía imaginar su ceño fruncido, la cabeza ladeada de cuando no le gusta lo que oye. Oí ruido de tráfico, voces. “Escucha, Irene, tengo que colgar ahora. Mañana cuando llegue a Madrid hablamos. No le digas nada a tu padre, por favor. Espera a que yo llegue, hija, déjame resolverlo a mí, ¿vale? Yo sé mejor cómo abordarlo. No te preocupes, cariño, hablaré con papá y lo arreglaremos, ¿de acuerdo? Por una vez…¿podrías confiar en mí? Necesito saber que me crees, Irene. ¿Me lo prometes?

No era una acusación: mi madre sabía que yo siempre estaba del lado de mi padre. Había tristeza en su aceptación. “Por una vez”, había dicho. Y tenía razón: otras veces le hubiera discutido, habría defendido a mi padre con uñas y dientes. Como esa misma mañana, con Lola. Igual que se lo había pintado a Laura: un hombre destrozado que se defendía con armas torpes. 

Pero no quise negarla tres veces. Su voz me alcanzaba cristalina, vulnerable. ¿Me lo prometes? 

Se lo prometí. 

No cantó el gallo. 

Me mandó un beso precipitado, un tenue “Gracias” y colgó bruscamente.  Pero la promesa que había hecho había aligerado mi carga y, aliviada, dejé que el agotamiento de aquel día intenso me venciera de repente y caí dormida, sin fuerzas ni para los sueños.

Desperté descansada y, cuando todo lo sucedido el día anterior reapareció de golpe en mi memoria, solo una nube de inquietud pasajera me ensombreció por un momento. Pero la promesa hecha a mi madre mantenía su efecto calmante, así que me duché sin ruido y, sin desayunar para evitar a mi padre, me lancé a la calle.

En el portal, sin embargo, el hacha de guerra había cambiado de manos. Roberto me estaba esperando.

Tenía el ceño de los días malos. Recortado contra el hueco de la puerta, un semáforo más atrás le dotaba de un aura verdosa que realzaba su belleza de ángel acanallado. Levantó la mirada hacia mí al tiempo que el aura enrojecía como una descarga de furia subrayando su expresión de cólera. El reverso del ángel justiciero. Mi estómago en ayunas se contrajo.

-Qué sorpresa.- ofrecí la mejilla, pero el beso no llegó. La voz me salía chirriante y temblona. – ¿Llevas mucho rato?

-¿Se puede saber a qué coño juegas? – lo descargó denso, amenazante. – No me vengas, encima, con saluditos de mosquita muerta. ¿Por qué cojones pasas de mis llamadas?

“No, por favor, la flojera no”. Mamá nunca dice nervios, dice flojera. “No dejes que te dé flojera: contesta”. Piernas de trapo, dicen. Es un tópico. Lo que yo siento en las piernas son calambres, un dolor atroz que parte de mis tripas, como retortijones, y se convierte en descargas pierna abajo que me impiden andar, sostenerme.  Como si fuera a hacerme caca encima. 

Mi móvil permanecía obedientemente mudo desde que lo despaché la tarde anterior, al entrar al gimnasio. En esa mañana anómala, sin desayuno ni toma de contacto cotidiana, nada me había avisado de la que se preparaba. Intentar explicarme siempre se convierte en un torpe balbuceo. Los gritos arreciaban sordos como estacazos: “Si te crees que puedes vacilarme de esta manera” “señorita pija de mierda” “reina del mambo” “tanto pasar de mi culo” “descojonándote de mí con la puta de tu amiga, ¿no?” “Te importa una mierda que yo me preocupe” “total, como soy gilipollas”

Cristales molidos. Cuando era pequeña, mi madre escuchaba una canción que decía “sentí en mi cabeza cristales molidos”. Pasé gran parte de mi infancia intentando imaginar qué quería decir. Pero los arrebatos de Roberto le dieron sentido exacto. Él gritaba en voz baja, pero yo sentía cristales molidos en mi cabeza.

“Gilipollas del todo” “La puta de Laura, como siempre, mintiendo. Cubriéndote.” “Como ella folla con todos.” Me frenó en seco el agarrón en la muñeca. “Como tú, ¿no? Te largas con quien quieres y me dejas como un mierda: ni presentación, ni trabajo de contabilidad, ni una llamada. Tú a tu puta bola. Te importa todo una mierda. Pues sí que tiene que importarte ese tío. O folla que te cagas. Porque la nota de Financera está perdida, así que espero que te lo pasaras de puta madre, ¿no? ¿Quién es ese tipo para que lo demás te importe una mierda, eh?” Nuevo estirón de muñeca, hasta dejar su cara muy cerca de la mía. Un aliento de tabaco, alcohol, insomnio y rabia. La respuesta me subió a la vez que la náusea. “Mi padre.” Me solté llorando. “Joder, ese tipo es mi padre.” Tardó unos segundos en reaccionar. “¿Tu padre? ¿Le ha pasado algo?”

Me soltó. Recobré la verticalidad propia, el dominio de mi flojera. Aún me dolían mucho las piernas, pero quizá podría escapar, esta vez. Aproveché mi pequeña ventaja. “Ha puesto un detective a mi madre. Ha descubierto que le engaña. Está destrozado.”

Puede que exagerara un poco la nota dramática. Mi debilidad reciente no me permitía sentir bochorno por esa treta tan burda, por usar los posibles cuernos de mi padre como un parapeto para que Roberto no me despellejara por los suyos imaginarios. Una forma muy bajuna de usar la solidaridad masculina, el orgullo compartido del macho. Lo sé: caí muy bajo. Pero funcionó. El ceño del ángel vengador desapareció. Quedó desarmado. Y yo, aunque conteniendo la vergüenza, me sentí a salvo. Con la cabeza vacía de cristales y en pleno control de mis esfínteres. Intentando ignorar que había vuelto a negar a mi madre. Despreciable, pero respirando.

“Joder, qué putada. Quiero decir, no que tu madre sea una puta, ¿eh? aunque ya le vale, con lo buen tío que es tu padre, qué putada”, repitió. “Estará hecho polvo, ¿no?” Asentí. “Y claro, todavía le avergonzará más que tú lo sepas…” de repente, percibió el quiebre en el relato. “¿Y tú cómo te has enterado?” Súbitamente, estaba muy interesado en toda la historia, pero yo solo quería escabullirme, huir. “Me tengo que ir a clase y aún no he desayunado. Esta tarde te lo cuento todo, ¿vale?” 

Me costó un poco deshacerme de él, pero tenía una práctica de una optativa que yo no cursaba y no podía jugársela. Asegurándole que le llamaría luego, le dejé en la boca de metro y me metí a desayunar en la primera cafetería que encontré. Estuve como en trance un buen rato, la cabeza dolorida por el rastro de los cristales. Cuando volví en mí, un tipo curioso de unos cuarenta años parecía observarme fijamente desde la mesa de al lado. Pero lo que me llamó la atención fue la forma en la que inspiraba. Parecía que me estaba olfateando.

Ojalá pudiera ser como mamá. Ella le hubiera puesto en su sitio con una sola mirada, al viejo verde. Una mirada divertida e irónica, que lo avergonzara a él y a ella la dejara como una reina, o una mirada helada, cortante, que le hiciera bajar los ojos como un perro apaleado. Pero era yo la que bajaba los ojos, deseando que él se sintiera así, desasosegado y confuso, como yo me sentía y como mamá, sin ninguna duda, le hubiera dejado. Qué poco te pareces a tu madre, solían decirme. Sin ningún tacto, por cierto. Claro que cómo iban ellos a saber, si era un secreto tan bien guardado que nadie sabía, que ni yo misma sabía… 

Me dijeron que era adoptada el día que cumplí 18 años. Adoptada. Significa que las raíces en las que creías son falsas. Que los parecidos que algunos ven – “habla como su madre” “tiene el mismo genio que su padre” – son meras imitaciones, no pertenecen a ningún código genético inevitable. Significa que tus tíos no son, en realidad, tus tíos, como tampoco tus abuelos, o tus primos (¿serán ellos también adoptados?¿O eres tú la única impostora?). Significa que aquellos a los que creías pertenecer no son sangre de tu sangre. Que ellos son tribu por derecho ancestral, mientras que tú has sido acogida, o recogida, para incluirte de forma magnánima en el árbol genealógico. Con cariño, claro. “Aunque no seas hija nuestra, te hemos querido siempre, y te queremos, como si lo fueras”. Pero no lo eres. Como si fueras no es lo mismo que serlo. No eres el original, sino la copia o sucedáneo que alguien puso en el nido. Un pájaro cuco. O pájara, en mi caso. Una intrusa, un añadido.

Me lo dijeron el día que cumplí los dieciocho, o mejor dicho, la noche de ese día. Como un tardío regalo envenenado. Como una prueba de que la niñez había terminado, de que se desprendían de mi tutela más allá de lo que mi mayoría de edad – tan deseada, por otra parte – daba a entender legalmente. Una puesta de largo en la macabra fiesta de la vida. Los odié, claro. Injustamente, por supuesto. Han sido siempre buenos padres. Mis únicos padres. MIS PADRES. Los padres que he tenido y conocido. No tengo queja: hasta en los momentos de mayor rebeldía adolescente, he sabido siempre que eran de los mejores, de los que estás orgullosa de que te hayan tocado en suerte.

Y ahora resulta que no me tocaron: amañaron el sorteo.

¿Por qué debería yo quejarme de eso?

Hombre, me lo dijeron el día que cumplía dieciocho. No es justo: arruinaron para siempre la plenitud que debe envolver ese momento. Eso quizá no llegue a perdonarlo. Aunque, para ser honesta, dejaron intacta la celebración: el día entero transcurrió como yo había deseado y planeado. Mejor incluso. No escatimaron. Tuve fiesta estratosférica, limusina con bebidas en el mueble bar, traje largo, peluquería, manicura. Un vídeo con todas las imágenes que atestiguaban que había sido una niña mimada, más cuidada que realmente mona, un montaje donde salían todos mis amigos y familiares – sí, entonces todavía eran familiares,- diciendo lo mucho que me querían. Y regalos, por supuesto. Montones. Mis padres, que todavía eran mis padres sin ningún atisbo de sospecha, hicieron palidecer a mis amigas con el portátil más moderno, versátil y caro de la marca más cara del mercado. Para la universidad, princesa. Abogada como tu madre, ¿no? Y ella, orgullosa: “mucho mejor: doble grado”. Y, si Dios quiere, máster en los States. Como ellos hubieran querido para sí mismos. Como ellos no pudieron pagarse. Todo para la impostora, aunque en aquel momento nadie sabía que era impostora, y pájara. Bueno, la abuela sí, claro, aunque la pobre no llegó a mi siguiente cumpleaños. Y los tíos, como admitieron papá y mamá tras la revelación, pero no los primos, ¿eh?, les hicimos prometer que nadie sabría nada antes que tú misma.

Y, desde luego, tampoco lo sabía Roberto. Aquella noche, un poco borrachos, en que nos enrollamos por vez primera, como el príncipe y la cenicienta, -porque yo tenía que volver a las 12, lo había prometido, mis padres querían que llegara a casa a medianoche y yo creía que era porque quedaba alguna sorpresa y vaya si quedaba, la mayor- sentí que aquellos primeros besos eran el mejor de todos los regalos. “Déjame el zapato para que te busque mañana”, bromeó  él, aunque parecía que estaba molesto y decepcionado con esa huida tan cortarrollos, tan pero que excusa mas tonta, y lo cierto es que íbamos ya muy embalados y quizá yo no hubiera podido pararle esa noche, frenar sus manos y su lengua y todos sus avances porque quizá tampoco quería, esa noche, aunque estuviera algo asustada con aquel desenfreno repentino. Pero hasta que se rompió la magia y la carroza se hizo calabaza, todo era lo que yo había esperado tantas veces, que me escogiera el chico guapo, el que me parecía inalcanzable y me dejaba en evidencia con cualquier broma, con cualquier tontería que me dijera, porque yo me quedaba como alelada y sin respuesta. Laura, siempre leal, estoy segura de que le gustas, era mi única confidente porque me habría dejado desollar antes de admitir que me gustaba ese chico con quien nunca tendría ninguna posibilidad. Él era el más popular; yo, solo la empollona que intentaba ocultar su lado friki. Hasta que la fiesta de mis dieciocho me subió a ese carrusel de regalos envenenados, príncipe, cuento de hadas y revelación final. Anagnórisis inversa para la traca fin de fiesta. La gitanilla no resultó tener sangre noble, nada tan cervantino. Algo mucho más kistch, una absurda princesa Disney en una mala copia de cuento, con vuelta a los andrajos y las cenizas. Los de la identidad, principalmente. Porque, en el resto de los aspectos de la vida, nada cambió. Los cielos no se abrieron, ni se inundó el Apocalipsis. Estuve sin salir tres días, con la excusa de un enfriamiento sobrevenido por vestido escotado en exceso. Ya se sabe que para presumir hay que sufrir. Todos se compadecieron con un guiño por el resultado de la farra. “Es de dormir con el culo al aire”, bromeó Laura, testigo del final feliz con mi Romeo. Mis padres, aunque preocupados por mi reacción, aceptaron que necesitaba un tiempo para asimilarlo y, prudentemente, dieron un paso atrás, cubrieron mi encierro. “Serán unas anginas, tiene algo de fiebre”. Yo, agarrada al colgante del pequeño corazón chapado en oro que me había regalado Roberto, los ignoraba. En el encierro de mi habitación, aquella diminuta bisutería constituía toda mi realidad, todo mi consuelo. Quizá mi familia fuera mentira, pero Roberto se había acercado a mí verdaderamente, auténticamente. Él y Laura eran mis únicas relaciones propias, el único mundo real que me quedaba. Durante setenta y dos horas confusas, de divagaciones y algo parecido a la fiebre, barajé la idea de fugarme, con cortar con todo y quedarme solo con ellos, mi amor recién estrenado y mi amiga, que era mi única hermana. Ambos sangre de mi sangre: adoptivos como mis padres, pero por elección propia.

La fiebre se fue como vino. Al amanecer del cuarto día, me desperté pensando que solo quedaban dos días para entregar el trabajo de derecho mercantil y ni siquiera lo había empezado. Supongo que el vértigo de renunciar a todo de verdad es demasiado aterrador cuando te acercas mucho a él. Así que me fui a la cocina, me serví un zumo de naranja ante la mirada interrogante y prudente de mi madre, (sí, comprobé que seguía pensando en ella de esa manera) y volví a la realidad inefable de mi única vida conocida, como si nada hubiera pasado. Y, realmente, nada cambió a partir de ese día, excepto que me suspendieron derecho mercantil ese trimestre sin que mis padres dijeran una sola palabra. 

Y, por supuesto, que me acosté con Roberto el siguiente día que nos vimos, comenzando una relación que llenó todas mis necesidades de pertenencia a algo, construyendo en el fondo de mi alma mis únicos apegos familiares.

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